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Lucas 9:1-14, 16-40

Lucas 9:1-14 NTV

Cierto día, Jesús reunió a sus doce discípulos y les dio poder y autoridad para expulsar a todos los demonios y sanar enfermedades. Luego los envió para que anunciaran a todos acerca del reino de Dios y sanaran a los enfermos. Les dio las siguientes instrucciones: «No lleven nada para el viaje, ni bastón, ni bolso de viaje, ni comida, ni dinero, ni siquiera una muda de ropa. Por todo lugar que vayan, quédense en la misma casa hasta salir de la ciudad. Y si en algún pueblo se niegan a recibirlos, sacúdanse el polvo de los pies al salir para mostrar que abandonan a esas personas a su suerte». Entonces ellos comenzaron su recorrido por las aldeas para predicar la Buena Noticia y sanar a los enfermos. Cuando Herodes Antipas, el gobernante de Galilea, oyó hablar de todo lo que Jesús hacía, quedó perplejo. Algunos decían que Juan el Bautista había resucitado de los muertos. Otros pensaban que Jesús era Elías o algún otro profeta, levantado de los muertos. «Decapité a Juan —decía Herodes—, así que, ¿quién es este hombre de quien oigo tantas historias?». Y siguió tratando de ver a Jesús. Cuando los apóstoles regresaron, le contaron a Jesús todo lo que habían hecho. Luego él se retiró con ellos sin llamar la atención hacia la ciudad de Betsaida, pero las multitudes descubrieron adónde iba y lo siguieron. Jesús los recibió y les enseñó acerca del reino de Dios y sanó a los que estaban enfermos. Al atardecer, los doce discípulos se le acercaron y le dijeron: —Despide a las multitudes para que puedan conseguir comida y encontrar alojamiento para la noche en las aldeas y granjas cercanas. En este lugar alejado no hay nada para comer. Jesús les dijo: —Denles ustedes de comer. —Pero lo único que tenemos son cinco panes y dos pescados —le respondieron—. ¿O esperas que vayamos y compremos suficiente comida para toda esta gente? Pues había alrededor de cinco mil hombres allí. Jesús les respondió: —Díganles que se sienten en grupos de unos cincuenta cada uno.

Lucas 9:16-40 NTV

Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados, miró hacia el cielo y los bendijo. Luego, a medida que partía los panes en trozos, se los daba a sus discípulos junto con los pescados para que los distribuyeran entre la gente. Todos comieron cuanto quisieron, y después los discípulos juntaron doce canastas con lo que sobró. Cierto día, Jesús se alejó de las multitudes para orar a solas. Solo estaban con él sus discípulos, y les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy? —Bueno —contestaron—, algunos dicen Juan el Bautista, otros dicen Elías, y otros dicen que eres uno de los otros antiguos profetas, que volvió de la muerte. Entonces les preguntó: —Y ustedes, ¿quién dicen que soy? Pedro contestó: —¡Tú eres el Mesías enviado por Dios! Jesús les advirtió a sus discípulos que no dijeran a nadie quién era él. —El Hijo del Hombre tendrá que sufrir muchas cosas terribles —les dijo—. Será rechazado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los maestros de la ley religiosa. Lo matarán, pero al tercer día resucitará. Entonces dijo a la multitud: «Si alguno de ustedes quiere ser mi seguidor, tiene que abandonar su propia manera de vivir, tomar su cruz cada día y seguirme. Si tratas de aferrarte a la vida, la perderás, pero si entregas tu vida por mi causa, la salvarás. ¿Y qué beneficio obtienes si ganas el mundo entero, pero te pierdes o destruyes a ti mismo? Si alguien se avergüenza de mí y de mi mensaje, el Hijo del Hombre se avergonzará de esa persona cuando regrese en su gloria y en la gloria del Padre y de los santos ángeles. Les digo la verdad, algunos de los que están aquí ahora no morirán sin antes ver el reino de Dios». Cerca de ocho días después, Jesús llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a una montaña para orar. Y mientras oraba, la apariencia de su rostro se transformó y su ropa se volvió blanca resplandeciente. De repente aparecieron dos hombres, Moisés y Elías, y comenzaron a hablar con Jesús. Se veían llenos de gloria. Y hablaban sobre la partida de Jesús de este mundo, lo cual estaba a punto de cumplirse en Jerusalén. Pedro y los otros se durmieron. Cuando despertaron, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres de pie junto a él. Cuando Moisés y Elías comenzaron a irse, Pedro, sin saber siquiera lo que decía, exclamó: «Maestro, ¡es maravilloso que estemos aquí! Hagamos tres enramadas como recordatorios: una para ti, una para Moisés y la otra para Elías». Pero no había terminado de hablar cuando una nube los cubrió y, mientras los cubría, se llenaron de miedo. Entonces, desde la nube, una voz dijo: «Este es mi Hijo, mi Elegido. Escúchenlo a él». Cuando la voz terminó de hablar, Jesús estaba allí solo. En aquel tiempo, no le contaron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, después que bajaron del monte, una gran multitud salió al encuentro de Jesús. Un hombre de la multitud le exclamó: —Maestro, te suplico que veas a mi hijo, el único que tengo. Un espíritu maligno sigue apoderándose de él, haciéndolo gritar. Le causa tales convulsiones que echa espuma por la boca; lo sacude violentamente y casi nunca lo deja en paz. Les supliqué a tus discípulos que expulsaran ese espíritu, pero no pudieron hacerlo.