Se decían unos a otros: «¡Santo, santo, santo es el SEÑOR de los Ejércitos Celestiales! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!». Sus voces sacudían el templo hasta los cimientos, y todo el edificio estaba lleno de humo. Entonces dije: «¡Todo se ha acabado para mí! Estoy condenado, porque soy un pecador. Tengo labios impuros, y vivo en medio de un pueblo de labios impuros; sin embargo, he visto al Rey, el SEÑOR de los Ejércitos Celestiales». Entonces uno de los serafines voló hacia mí con un carbón encendido que había tomado del altar con unas tenazas. Con él tocó mis labios y dijo: «¿Ves? Este carbón te ha tocado los labios. Ahora tu culpa ha sido quitada, y tus pecados perdonados». Después oí que el Señor preguntaba: «¿A quién enviaré como mensajero a este pueblo? ¿Quién irá por nosotros?». —Aquí estoy yo —le dije—. Envíame a mí. Y él me dijo: —Bien, ve y dile a este pueblo: “Escuchen con atención, pero no entiendan; miren bien, pero no aprendan nada”. Endurece el corazón de este pueblo; tápales los oídos y ciérrales los ojos. De esa forma, no verán con sus ojos, ni oirán con sus oídos, ni comprenderán con su corazón para que no se vuelvan a mí en busca de sanidad. Entonces yo dije: —Señor, ¿cuánto tiempo durará esto? Y él contestó: —Hasta que sus ciudades queden vacías, sus casas queden desiertas y la tierra entera quede seca y baldía; hasta que el SEÑOR haya mandado a todos lejos y toda la tierra de Israel quede desierta. Si aún sobrevive una décima parte, un remanente, volverá a ser invadida y quemada. Pero así como el terebinto o el roble dejan un tocón cuando se cortan, también el tocón de Israel será una semilla santa.
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