—¡No está bien lo que haces! —exclamó el suegro de Moisés—. Así acabarás agotado y también se agotará el pueblo. Esta tarea es una carga demasiado pesada para una sola persona. Ahora escúchame y déjame darte un consejo, y que Dios esté contigo. Tú debes seguir siendo el representante del pueblo ante Dios, presentándole los conflictos. Enséñales los decretos de Dios; transmíteles sus instrucciones; muéstrales cómo comportarse en la vida. Sin embargo, elige, de entre todo el pueblo, a algunos hombres con capacidad y honestidad, temerosos de Dios y que odien el soborno. Nómbralos jefes de grupos de mil, de cien, de cincuenta y de diez personas. Ellos tendrán que estar siempre disponibles para resolver los conflictos sencillos que surgen entre el pueblo, pero los casos más graves te los traerán a ti. Deja que los jefes juzguen los asuntos de menor importancia. Ellos te ayudarán a llevar la carga, para que la tarea te resulte más fácil. Si sigues este consejo, y si Dios así te lo ordena, serás capaz de soportar las presiones, y la gente regresará a su casa en paz. Moisés escuchó el consejo de su suegro y siguió sus recomendaciones. Eligió hombres capaces de entre todo Israel y los nombró jefes del pueblo. Los puso a cargo de grupos de mil, de cien, de cincuenta y de diez personas. Estos hombres estaban siempre disponibles para resolver los conflictos sencillos de la gente. Los casos más graves los remitían a Moisés, pero ellos mismos se encargaban de los asuntos de menor importancia. Poco tiempo después, Moisés se despidió de su suegro, quien regresó a su propia tierra.
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