Tiempo después, subió al poder de Egipto un nuevo rey que no conocía nada de José ni de sus hechos. El rey le dijo a su pueblo: «Miren, el pueblo de Israel ahora es más numeroso y más fuerte que nosotros. Tenemos que idear un plan para evitar que los israelitas sigan multiplicándose. Si no hacemos nada, y estalla una guerra, se aliarán con nuestros enemigos, pelearán contra nosotros, y luego se escaparán del reino».
Por lo tanto, los egipcios esclavizaron a los israelitas y les pusieron capataces despiadados a fin de subyugarlos por medio de trabajos forzados. Los obligaron a construir las ciudades de Pitón y Ramsés como centros de almacenamiento para el rey. Sin embargo, cuanto más los oprimían, más los israelitas se multiplicaban y se esparcían, y tanto más se alarmaban los egipcios. Por eso los egipcios los hacían trabajar sin compasión. Les amargaban la vida forzándolos a hacer mezcla, a fabricar ladrillos y a hacer todo el trabajo del campo. Además, eran crueles en todas sus exigencias.
Después, el faraón, rey de Egipto, dio la siguiente orden a las parteras hebreas Sifra y Pua: «Cuando ayuden a las mujeres hebreas en el parto, presten mucha atención durante el alumbramiento. Si el bebé es niño, mátenlo; pero si es niña, déjenla vivir». Sin embargo, como las parteras temían a Dios, se negaron a obedecer las órdenes del rey, y también dejaron vivir a los varoncitos.
Entonces el rey de Egipto mandó llamar a las parteras:
—¿Por qué hicieron esto? —les preguntó—. ¿Por qué dejaron con vida a los varones?
—Las mujeres hebreas no son como las egipcias —contestaron ellas—, son más vigorosas y dan a luz con tanta rapidez que siempre llegamos tarde.
Por eso Dios fue bueno con las parteras, y los israelitas siguieron multiplicándose, y se hicieron cada vez más poderosos. Además, como las parteras temían a Dios, él les concedió su propia familia.
Entonces el faraón dio la siguiente orden a todo su pueblo: «Tiren al río Nilo a todo niño hebreo recién nacido; pero a las niñas pueden dejarlas con vida».