El primer día de la semana, nos reunimos con los creyentes locales para participar de la Cena del Señor. Pablo les estaba predicando y, como iba a viajar el día siguiente, siguió hablando hasta la medianoche. El cuarto de la planta alta, donde nos reuníamos, estaba iluminado con muchas lámparas que titilaban. Como Pablo hablaba y hablaba, a un joven llamado Eutico, que estaba sentado en el borde de la ventana, le dio mucho sueño. Finalmente se quedó profundamente dormido y se cayó desde el tercer piso y murió. Pablo bajó, se inclinó sobre él y lo tomó en sus brazos. «No se preocupen —les dijo—, ¡está vivo!». Entonces todos regresaron al cuarto de arriba, participaron de la Cena del Señor y comieron juntos. Pablo siguió hablándoles hasta el amanecer y luego se fue. Mientras tanto, llevaron al joven a su casa vivo y sano, y todos sintieron un gran alivio.
Pablo viajó por tierra hasta Asón, donde había arreglado que nos encontráramos con él, y nosotros viajamos por barco. Allí él se unió a nosotros, y juntos navegamos a Mitilene. Al otro día, navegamos frente a la isla de Quío. Al día siguiente, cruzamos hasta la isla de Samos y, un día después, llegamos a Mileto.
Pablo había decidido navegar sin detenerse en Éfeso porque no quería pasar más tiempo en la provincia de Asia. Se apresuraba a llegar a Jerusalén, de ser posible, para el Festival de Pentecostés. Cuando llegamos a Mileto, Pablo envió un mensaje a los ancianos de la iglesia de Éfeso para pedirles que vinieran a su encuentro.
Cuando llegaron, Pablo declaró: «Ustedes saben que desde el día que pisé la provincia de Asia hasta ahora, he hecho el trabajo del Señor con humildad y con muchas lágrimas. He soportado las pruebas que me vinieron como consecuencia de las conspiraciones de los judíos. Nunca me eché para atrás a la hora de decirles lo que necesitaban oír, ya fuera en público o en sus casas. He tenido un solo mensaje para los judíos y los griegos por igual: la necesidad de arrepentirse del pecado, de volver a Dios y de tener fe en nuestro Señor Jesús.
»Ahora estoy obligado por el Espíritu a ir a Jerusalén. No sé lo que me espera allí, solo que el Espíritu Santo me dice en ciudad tras ciudad que me esperan cárcel y sufrimiento; pero mi vida no vale nada para mí a menos que la use para terminar la tarea que me asignó el Señor Jesús, la tarea de contarles a otros la Buena Noticia acerca de la maravillosa gracia de Dios.