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JOB 9:1-35

JOB 9:1-35 DHHE

Yo sé muy bien que esto es así y que ante Dios el hombre no puede alegar inocencia. Si alguno quisiera discutir con él, de mil argumentos no podría rebatirle ni uno solo. Dios es grande en poder y sabiduría, ¿quién podría hacerle frente y salir bien librado? Dios, en su furor, remueve las montañas; las derriba, y nadie se da cuenta. Él hace que la tierra se sacuda y que sus bases se estremezcan. Él ordena al sol que no salga y a las estrellas que no brillen. Sin ayuda de nadie extendió el cielo y aplastó al monstruo del mar. Él creó las constelaciones: la Osa Mayor, el Orión, las Pléyades y el grupo de estrellas del sur. ¡Él hace tantas y tan grandes maravillas, cosas que nadie es capaz de comprender! Si Dios pasa junto a mí, no lo podré ver; pasará y no lo advertiré. Si de algo se adueña, ¿quién podrá reclamárselo? ¿Quién podrá pedirle cuentas de lo que hace? Si Dios se enoja, no se calma fácilmente; a sus pies quedan humillados los aliados de Rahab. ¿Cómo, pues, encontraré palabras para contradecir a Dios? Por muy inocente que yo sea, no puedo responderle; él es mi juez, y yo tan solo le puedo pedir compasión. Si yo lo llamase a juicio y él se presentase, no creo que hiciera caso a mis palabras. Haría que me azotara una tempestad y aumentaría mis heridas sin motivo; me llenaría de amargura y no me dejaría tomar aliento. ¿Acudir a la fuerza? Él es más poderoso. ¿Citarle a juicio? ¿Y quién le hará presentarse? Por más que yo fuera recto e intachable, él me declararía culpable y malo. Soy inocente, pero poco importa; ya estoy cansado de vivir. Todo es lo mismo. Y esto pienso: que él destruye tanto a culpables como a inocentes. Si en un desastre muere gente inocente, Dios se ríe de su desesperación. Deja el mundo en manos de los malvados y a los jueces les venda los ojos. Y si no ha sido Dios, ¿quién, entonces? Mis días huyen en veloz carrera, sin haber visto la felicidad. Se van como barcos ligeros, como águila que se lanza tras la presa. Si trato de olvidar mis penas y de parecer alegre, todo mi dolor vuelve a asustarme, pues sé que Dios no me cree inocente. Y si él me tiene por culpable, de nada servirá que me esfuerce. Aunque me lave las manos con jabón y me las frote con lejía, Dios me hundirá en el fango, y hasta mi ropa sentirá asco de mí. Yo no puedo encararme con Dios como con otro hombre, ni decirle que ambos vayamos ante un tribunal. ¡Ojalá hubiera un juez entre nosotros que tuviese autoridad sobre ambos, e impidiera que Dios me siga castigando y llenando de terror! Entonces yo hablaría sin tenerle miedo, pues no creo haberle faltado.

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