ISAÍAS LOS LIBROS PROFÉTICOS
LOS LIBROS PROFÉTICOS
INTRODUCCIÓN
La Biblia hebrea se divide en tres grandes secciones: la Torá, los Profetas y los Escritos. Los Profetas, a su vez, se subdividen en Profetas anteriores y posteriores. A los primeros pertenecen varios libros de carácter narrativo (Josué, Jueces, 1 y 2$Samuel, 1 y 2$Reyes). Los profetas posteriores son Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce profetas llamados “menores”, no porque su enseñanza sea menos valiosa o importante, sino porque sus escritos no son tan extensos como los de los “grandes” profetas. Esta versión de la Biblia, de acuerdo con la versión griega de los Setenta (LXX), incluye también entre los profetas los libros de Lamentaciones y Daniel; pero el canon hebreo los pone en la tercera sección, es decir, entre los Escritos (véanse las Introducciones a estos dos libros).
La palabra profeta es una transcripción del vocablo griego profétes, compuesto del verbo femí, que significa decir o anunciar, y de la preposición pro, que tiene un sentido local (delante de o en presencia de). Profeta es, entonces, aquella persona que anuncia delante de otros un mensaje de la divinidad. Además, de este sentido local, el pro puede tener sentido sustitutivo: “en lugar de”, “en nombre de”, y así el vocablo profeta puede significar también “el que habla en lugar de (Dios).” En la Biblia griega, la palabra profétes traduce el hebreo nabi, que según algunos intérpretes deriva de una raíz semítica que significa llamar. En tal caso, el profeta sería el llamado (por Dios).
En el lenguaje corriente suele llamarse profeta a la persona que anuncia el futuro, pero esa idea tiene muy poco que ver con lo que dice la Biblia acerca de los profetas. Estos no eran adivinos, magos o astrólogos dedicados a leer el porvenir para anunciarlo anticipadamente, sino los mensajeros y portavoces del Dios de Israel, enviados a proclamar la palabra del Señor en un momento histórico preciso. Su mensaje, aun cuando a veces incluyera alguna referencia al futuro, estaba más bien vinculado a las necesidades y problemas de su tiempo (véase, por ej., Is 7.1-17 y las notas correspondientes). De ahí la importancia de conocer el contexto histórico en el que los profetas proclamaron la palabra de Dios, para llegar a comprender su verdadero sentido. Solo a partir de ahí se puede actualizar su mensaje, en conformidad con las circunstancias y exigencias de cada momento de la historia.
Los textos narrativos de la Biblia mencionan a numerosos profetas: Samuel, Natán, Elías y Eliseo son los más conocidos. Pero al lado de estas grandes figuras hay muchos otros, cuyos nombres no suelen ser tan familiares, como, por ejemplo, Gad, Ajías de Siló, Semaías, Micaías hijo de Imlá, y algunas profetisas como María, Débora y otra llamada Huldá, que vivió en Jerusalén en tiempos del rey Josías. Estos relatos recogen a veces algunas palabras de dichos profetas (cf., por ej., 1$S 8.11-18; 2$S 7.4-16). Pero el acento recae de modo especial en la intervención de los profetas en momentos decisivos de la historia de Israel (cf. 1$R 18). En los libros proféticos, por el contrario, las secciones narrativas pasan a un segundo plano, y lo que se destaca es la palabra del Señor.
Por lo general, los profetas introducen sus mensajes con la frase Así dice el Señor. Al utilizar esta expresión, u otras semejantes, se presentan a sí mismos como mensajeros de Dios (cf. Is 6.8), investidos de autoridad para proclamar su palabra. Esta certeza de haber sido enviados por Dios es un elemento distintivo de la conciencia profética. Amós dice que el Señor lo quitó de andar cuidando ovejas y le dijo: Ve y habla en mi nombre a mi pueblo de Israel (7.15). Jeremías escuchó la voz del Señor que le decía: Yo pongo mis palabras en tus labios (1.9). Y Ezequiel comió el rollo donde estaba escrito el mensaje del Señor a Israel (3.2). Por lo tanto, como enseña Isaías, todo el que cierra sus oídos al mensaje profético desprecia la palabra del Dios Santo de Israel (5.24).
Con muy pocas excepciones, los escritos proféticos llevan un título, que sitúa al profeta en un momento histórico determinado. Esta ambientación histórica se hace a partir de la cronología de los reyes (Is 1.1; Os 1.1), o de un acontecimiento importante y bien conocido, como la toma de Jerusalén o la deportación a Babilonia (Jer 1.3; Ez 1.1-3).
Para comunicar la palabra del Señor, los profetas emplean distintos géneros literarios. Hay entre sus escritos relatos de visiones (Jer 1.11-13; Am 7.1-9; 8.1-3; 9.1-4), himnos parecidos a los salmos (Is 12.1-6; 25.1-5), reflexiones de tipo sapiencial (Is 28.23-29; cf. Am 3.3-8) y relatos de acciones simbólicas (Is 20.1-6; Jer 13.1-14; Os 1–3). Particularmente significativos son, asimismo, los pasajes que describen el momento en que el Señor los llamó a ejercer la actividad profética (Is 6; Jer 1.4-10; Ez 1–3). Pero los dos géneros más frecuentes son los mensajes de salvación y los de juicio y condenación. Estos últimos, que a veces comienzan con la fórmula ¡Ay de los que...!, denuncian primero los pecados cometidos por el pueblo de Israel (por ej., Am 2.6-16), por las naciones paganas (por ej., Am 1.3–2.3) o por algún individuo (Is 22.15-19; Jer 20.1-6), y esta acusación fundamenta el anuncio del castigo. Los mensajes de salvación, en cambio, proclaman el amor misericordioso del Señor, que perdona y restaura a su pueblo (cf., por ej., Is 4.3-6; Jer 31.31-34; Ez 37.1-14).
El Dios de los profetas es un Dios exigente que denuncia con extrema severidad los pecados de su pueblo, porque su justicia y santidad no pueden tolerar la mentira, la idolatría, los crímenes y la injusticia. Pero no es un Dios que se revela únicamente en actos de juicio y de condenación. Su mayor gloria consiste en darse a conocer como un Dios que salva, y en mostrar que no solo Israel será el beneficiario de sus dones. Al ver la liberación de un pueblo que parecía perdido para siempre, todas las naciones reconocerán que el Dios de Israel es el único Dios (cf. Ez 36.23,36; 37.28; 39.7-8) y exclamarán: Venid, subamos al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y podamos andar por sus senderos (Is 2.3).
Los profetas ejercieron una influencia decisiva en la religión de Israel y, luego, en el cristianismo. Pero muy pocas veces los primeros destinatarios de su mensaje les prestaron la debida atención (cf., en este sentido, Hag 1.14-15). En un primer momento, sus palabras cayeron casi siempre en el vacío, y hay en los escritos proféticos toda una serie de textos que dan testimonio de este rechazo. Cuando la palabra del profeta resultaba demasiado molesta, trataban de hacerlo callar, como lo declara el mismo Señor por medio de Amós: Prohibisteis a los profetas que hablaran en mi nombre (Am 2.12; cf. 7.10-13). Otras veces les decían: No nos contéis revelaciones verdaderas, sino habladnos palabras suaves y no nos quitéis nuestras ilusiones (Is 30.10). Y cuando esas pretensiones chocaban con la inquebrantable fidelidad de los profetas a la palabra de Dios (cf. Jer 20.9), se intentaba desacreditar su mensaje, alegando que los anuncios proféticos tardaban mucho en cumplirse. Por este motivo, Isaías denuncia el escepticismo de sus oyentes, que exclamaban: Que Dios haga pronto sus obras, para que las veamos; que el Dios santo de Israel cumpla de prisa sus planes, para que los conozcamos (Is 5.19; cf. 28.9-10). Y Ezequiel dirige el mismo reproche a los que decían: Pasan los días, y las visiones del profeta no se cumplen (12.22; cf. también 2.3-7; 12.26-28; 33.30-33).
Después de todos estos testimonios, no es nada extraño que Jesús haya podido declarar: Os aseguro que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra (Lc 4.24). Para no incurrir en ese mismo pecado, es urgente abrir los oídos y el corazón al mensaje de los profetas, pues ese mensaje es como una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que el día amanezca y la estrella de la mañana salga para alumbraros el corazón (2$P 1.19).
ISAÍAS
INTRODUCCIÓN
El profeta Isaías era un ciudadano de Jerusalén, la capital del reino de Judá. Fue llamado a ejercer la misión profética hacia el año 740 a.C. (cf. Is 6.1) y desarrolló su actividad hasta fines del siglo VIII a.C. Tuvo por lo menos dos hijos (7.3; 8.3-4), cuyos nombres simbolizaban aspectos importantes de su mensaje. Su esposa es llamada la profetisa (8.3), lo que no implica necesariamente que haya profetizado ella misma, como lo hicieron otras mujeres en Israel (cf. Ex 15.20; Jue 4.4; 2$R 22.14). Tal vez quiere decir, simplemente, que era la esposa del profeta y que sus hijos habían sido puestos por el Señor como señales vivientes para el pueblo de Israel (cf. Is 8.18).
El texto bíblico no da indicaciones concretas sobre la vida y la condición social de Isaías. Sin embargo, algunos indicios diseminados en los caps. 1–39 permiten afirmar que fue una persona de reconocida autoridad e influencia en la corte real y que quizá pertenecía a la aristocracia de Jerusalén. Los indicios más significativos son la facilidad con que podía presentarse ante los reyes (7.3-17; 39.3; cf. 37.2), su activa participación en los asuntos del reino (cf., por ej., 37.5-7) y su vinculación con algunos sacerdotes y altos funcionarios de Jerusalén (8.2).
En tiempos de Isaías, el reino de Judá estuvo constantemente amenazado por los ataques del enemigo. Al comienzo mismo de su misión profética, los reinos de Israel y de Damasco se aliaron contra el rey Ahaz en la llamada guerra siro-efraimita (7.1-2). Más tarde, Jerusalén soportó la invasión y el asedio del rey asirio Senaquerib (cf. caps. 36–37). Otro hecho de enorme importancia, acaecido también durante la vida del profeta, fue la desaparición del reino de Israel: en el año 721 a.C., Samaria fue sitiada y destruida por los asirios, con lo cual llegó a su fin la historia del reino del Norte (cf. 2$R 17.3-6).
El contenido del libro de Isaías (=Is) puede dividirse en tres grandes secciones. En la primera (caps. 1–39), el profeta condena severamente los pecados e infidelidades de su pueblo. Para Isaías, el Señor era, ante todo, el Dios santo de Israel (1.4; 5.19,24; 10.20), que pedía justicia en las relaciones sociales y sinceridad en el culto que se le tributaba. Pero allí donde el Señor esperaba justicia, no se escuchó otra cosa que el clamor de los oprimidos (5.7); y el culto celebrado en el Templo no era agradable a sus ojos, porque los que presentaban sacrificios y ofrendas tenían las manos manchadas de sangre (1.15).
El mensaje de Isaías está muy ligado a los acontecimientos históricos de su época. Así, por ejemplo, el llamado “libro del Emanuel” (caps. 7–12) relata la actividad del profeta durante la guerra siro-efraimita. También intervino activamente cuando Jerusalén fue asediada por Senaquerib (701 a.C.). Dirigió gran parte de su mensaje a los responsables políticos y militares de Judá (cf. 9.1-2), sobre todo a los que esperaban salvar a la nación entablando negociaciones con otros países (cf. 30.1-5). En todas estas intervenciones, Isaías aparece como el profeta de la fe: solo la inquebrantable confianza en el Señor, y no las alianzas con naciones extranjeras, podía traer la salvación a Israel (7.8-9).
Esta sección incluye también otra serie de mensajes proféticos provenientes de distintas épocas: oráculos contra las naciones paganas (caps. 13–23), el apocalipsis de Isaías (caps. 24–27), poemas (caps. 34–35) y pasajes narrativos (caps. 36–39).
La segunda sección del libro de Isaías (caps. 40–55) se abre con un mensaje de consolación a los israelitas deportados a Babilonia (40.1). Ya no se escuchan palabras de juicio y de condenación, sino que el profeta anuncia a los exiliados, en nombre del Señor, que muy pronto serían devueltos a la patria de la que habían sido desterrados. Ciro, rey de los persas, era el instrumento elegido por el Señor para llevar a cabo esta liberación (véase 41.2$n.), descrita a veces como un nuevo éxodo (43.18-19).
Para darle más fuerza a su mensaje, el profeta recurre una y otra vez al tema de la creación: Dios es el creador de todas las cosas y todo está bajo su dominio. Este Dios poderoso, que eligió a Israel, lo entregó en manos de sus enemigos a causa de sus pecados (43.28; 47.6). Pero no se ha olvidado de él, sino que con el mismo poder desplegado en la creación pronto liberará a su pueblo (40.28-31; 51.13-16).
En esta segunda parte del libro se destacan los poemas del Siervo del Señor (véase 42.1-9$n.). Estos presentan al perfecto discípulo del Señor, que proclama la verdadera fe, soporta duros padecimientos para expiar los pecados de su pueblo y es glorificado por Dios. Desde sus comienzos, la iglesia cristiana ha reconocido en estos poemas el anuncio misterioso de la muerte redentora y de la glorificación de Jesús, el Siervo del Señor por excelencia.
La tercera y última parte (caps. 56–66) contiene mensajes proféticos referidos a temas diversos: advertencias sobre el verdadero ayuno (58.1-12) y la observancia del sábado (58.13-14), críticas a los malos gobernantes (56.9-12), denuncias del falso culto y de perversiones morales y religiosas (57.4-5,9; 65.4; 66.3). Esto hace pensar que los destinatarios de estos mensajes proféticos ya no eran, como en la segunda parte, los deportados a Babilonia, sino los que habían regresado a su patria y luchaban por reconstruir la nación en medio de dificultades internas y amenazas externas. Para combatir la desesperanza general (cf. 59.9-10), el profeta declara que el pecado es el que retrasa la llegada de la salvación definitiva (59.9) y reafirma la fidelidad del Señor a sus promesas. El va a crear un cielo nuevo y una tierra nueva (65.17; 66.22), hará brillar sobre Jerusalén una luz resplandeciente (60.1) y todas las naciones verán su gloria (62.2).
El siguiente esquema presenta las secciones que integran este libro profético:
I. Primera parte (1–39)
1. Mensajes acerca de Jerusalén y Judá (1–6)
2. El libro del Emanuel (7–12)
3. Mensajes sobre los pueblos extranjeros (13–23)
4. El apocalipsis de Isaías (24–27)
5. Poemas sobre Israel y Judá (28–35)
6. Apéndice histórico (36–39)
II. Segunda parte: la consolación de Israel (40–55)
III. Tercera parte (56–66)
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