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HECHOS 21:1-40

HECHOS 21:1-40 RV2020

Después de separarnos de ellos, zarpamos y fuimos directamente a Cos. Al día siguiente, a Rodas y de allí a Pátara. Y hallando un barco que se dirigía a Fenicia, nos embarcamos y zarpamos. Avistamos Chipre, pero la dejamos a mano izquierda y continuamos con rumbo a Siria y llegamos a Tiro, donde el barco había de descargar. Allí hallamos a los discípulos y nos quedamos siete días. Ellos, movidos por el Espíritu, decían a Pablo que no fuera a Jerusalén. Transcurrida esa semana volvimos a ponernos en camino. Y todos los creyentes, nos acompañaron con sus mujeres e hijos hasta las afueras de la ciudad. En la playa nos arrodillamos y oramos, nos despedimos con abrazos, después subimos al barco, y ellos regresaron a sus casas. Nosotros completamos la navegación yendo desde Tiro hasta Tolemaida. Allí saludamos a los hermanos y nos quedamos con ellos un día. Pablo y los que con él estábamos, marchamos al día siguiente a Cesarea y nos dirigimos a la casa de Felipe, el evangelista, que era uno de los siete, y nos hospedamos en su casa. Felipe tenía cuatro hijas solteras que profetizaban. Llevábamos ya muchos días allí, cuando llegó de Judea un profeta llamado Agabo. Vino a vernos y tomando el cinto de Pablo se ató los pies y las manos y dijo: —Esto dice el Espíritu Santo: «Los judíos en Jerusalén atarán así al hombre a quien pertenece este cinto y le entregarán en manos de los gentiles». Al oír esto, nosotros y los creyentes de aquel lugar rogamos a Pablo que no fuera a Jerusalén. Pero Pablo respondió: —¿Por qué lloráis? ¡Se me parte el corazón! Por el nombre del Señor estoy dispuesto no solo a que me aten, sino a morir en Jerusalén. Y, como no había manera de disuadirlo, dejamos de insistir, y dijimos: —Hágase la voluntad del Señor. Días después, hicimos los preparativos y subimos a Jerusalén. Con nosotros vinieron también algunos de los discípulos de Cesarea. Venía también con ellos Mnasón, un antiguo discípulo de Chipre, en cuya casa nos hospedaríamos. Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con alegría. Al día siguiente, Pablo fue con nosotros a ver a Jacobo, y con él se encontraban reunidos todos los ancianos. Después de haberlos saludado, Pablo con mucho detalle les contó lo que Dios había hecho entre los gentiles por medio de su ministerio. Ellos alabaron a Dios al oír esto, pero le dijeron a Pablo: —Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos han creído y todos son fervientes observantes de la ley. Sin embargo, por aquí se ha oído que tú vas enseñando a los judíos que viven en el extranjero a renegar de las enseñanzas de Moisés, y que les dices que no circunciden a sus hijos ni observen nuestras costumbres. ¿Qué hacer, pues? Seguramente la multitud se reunirá pues ya se sabe que has venido, así que te recomendamos hacer lo siguiente: Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen obligación de cumplir voto. Llévalos contigo, participa con ellos en el ritual de la purificación y paga lo que les cueste raparse la cabeza. Así todos comprenderán que los rumores que circulan acerca de ti carecen de fundamento, y que también tú obedeces la ley. Y en cuanto a los creyentes gentiles, nosotros ya les hemos informado por escrito acerca de lo que se había acordado: que no observen nada de esto, sino que se abstengan de comer lo que se sacrifica a los ídolos así como de sangre de animales ahogados y de cometer inmoralidad sexual. Pablo tomó consigo a aquellos hombres y al día siguiente, tras purificarse con ellos, entró en el templo y anunció la fecha en que, tras el cumplimiento de los días de la purificación, había de presentarse la ofrenda por cada uno de ellos. Cuando estaban a punto de cumplirse los siete días, unos judíos de Asia vieron a Pablo en el templo, alborotaron a toda la multitud y le echaron mano, dando voces: —¡Israelitas, ayudadnos! Este es el hombre que va por todas partes enseñando contra nuestra nación, nuestra ley y este lugar. Además, ha metido a griegos en el templo y profanado así este santo lugar. Decían esto porque antes habían visto con él en la ciudad a Trófimo, de Éfeso, a quien pensaban que Pablo había metido en el templo. Toda la ciudad se alborotó y la gente se agolpó y agarraron a Pablo, lo sacaron a rastras fuera del templo y cerraron sus puertas inmediatamente. Y como intentaban matarle, se avisó al comandante del batallón romano que toda la ciudad de Jerusalén estaba alborotada. Este inmediatamente tomó soldados y centuriones y corrió hacia ellos. Cuando ellos vieron al comandante y a los soldados, dejaron de golpear a Pablo. Y el comandante, habiéndose acercado, arrestó a Pablo, mandó atarle con dos cadenas y le preguntó quién era y qué había hecho. Entre la multitud, unos gritaban una cosa, y otros, otra, así que, como no podía entender nada con claridad a causa del alboroto, mandó que le llevaran a la fortaleza. Al llegar a las gradas, los soldados le llevaron en volandas debido a la violencia de la multitud que venía detrás gritando: —¡Mátalo! Cuando estaban a punto de meterle en la fortaleza, Pablo dijo al comandante: —¿Se me permite decir algo? Él preguntó: —¿Sabes hablar griego? ¿No eres tú aquel egipcio que en otro tiempo levantó una sedición y condujo al desierto a cuatro mil sicarios? Pablo respondió: —No. Soy judío, y nací en Tarso, una ciudad importante de Cilicia. Te ruego que me permitas hablar al pueblo. Concedido el permiso, Pablo se puso de pie sobre las gradas e hizo señal con la mano al pueblo. Se hizo un profundo silencio y comenzó a hablar en lengua hebrea diciendo

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