HECHOS 16:11-34
HECHOS 16:11-34 RV2020
Tomamos un barco en Troas y navegamos directamente a Samotracia. Al día siguiente a Neápolis y de allí a Filipos, la primera ciudad de la provincia de Macedonia y colonia romana. Estuvimos algunos días en esa ciudad. Un sábado salimos de la ciudad y fuimos junto al río, donde solía hacerse la oración. Allí nos sentamos y entablamos conversación con algunas mujeres que habían acudido. Una de las que escuchaba se llamaba Lidia. Era vendedora de púrpura de la ciudad de Tiatira y adoraba a Dios, y el Señor tocó su corazón para que aceptara lo que Pablo explicaba. Cuando ella y toda su casa fueron bautizados, nos hizo esta invitación: —Si consideráis sincera mi fe en el Señor, os ruego que os hospedéis en mi casa. Y nos instó con determinación a que nos quedásemos. Aconteció un día que yendo a la oración nos salió al encuentro una muchacha esclava que tenía espíritu de adivinación, era pitonisa. Por su capacidad de adivinación hacia ganar mucho dinero a sus amos. La muchacha, siguiéndonos a Pablo y a nosotros, daba voces diciendo: —¡Estos hombres son siervos del Dios Altísimo! ¡Ellos os anuncian el camino de salvación! Hizo esto durante muchos días hasta que Pablo, ya harto, se enfrentó con el espíritu y le dijo: —Te ordeno en el nombre de Jesucristo que salgas de ella. Y salió en aquel mismo momento. Los amos de la muchacha, viendo que la fuente de sus ganancias se esfumaba, echaron mano a Pablo y Silas y los llevaron al foro, ante las autoridades. Dijeron al presentarlos a los magistrados: —Estos hombres, siendo judíos, andan alborotando nuestra ciudad, y enseñan costumbres que, como romanos que somos, no podemos aceptar ni practicar. La multitud se amotinó contra ellos, y los magistrados, rasgándoles las ropas, ordenaron azotarlos con varas. Después de darles muchos azotes, los echaron en la cárcel y ordenaron al carcelero que los mantuviera constantemente vigilados. El carcelero, recibida la orden, los metió en la celda más profunda y les aseguró los pies en el cepo. Hacia la medianoche, Pablo y Silas estaban orando y cantando himnos a Dios, mientras los otros presos los oían. De repente sobrevino un gran terremoto y los cimientos de la cárcel se conmovieron, se abrieron de golpe todas las puertas y todas las cadenas se soltaron. El carcelero se despertó y al ver abiertas las puertas de la cárcel sacó la espada para quitarse la vida, pues pensaba que los presos se habían escapado. Pero Pablo le gritó diciendo: —¡No te hagas ningún daño, que todos estamos aquí! El carcelero pidió una luz y se adentró apresuradamente. Tembloroso se postró a los pies de Pablo y de Silas, los sacó fuera y les preguntó: —Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos respondieron: —Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y tu casa. Luego les expusieron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa. Y aunque ya era una hora avanzada de la noche, les lavó las heridas, y luego él y toda su familia fueron bautizados; después los llevó a su casa, les sirvió de comer, y junto con toda su familia, celebró con gran alegría el haber creído en Dios.