Mateo 27:35-66
Mateo 27:35-66 NVI
Lo crucificaron y repartieron su ropa echando suertes. Y se sentaron a vigilarlo. Encima de su cabeza pusieron por escrito la causa de su condena: «ESTE ES JESúS, EL REY DE LOS JUDíOS». Con él crucificaron a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban meneaban la cabeza y blasfemaban contra él: ―Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes, ¡sálvate a ti mismo! ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz! De la misma manera se burlaban de él los jefes de los sacerdotes, junto con los maestros de la ley y los ancianos. ―Salvó a otros —decían—, ¡pero no puede salvarse a sí mismo! ¡Y es el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz, y así creeremos en él. Él confía en Dios; pues que lo libre Dios ahora, si de veras lo quiere. ¿Acaso no dijo: “Yo soy el Hijo de Dios”? Así también lo insultaban los bandidos que estaban crucificados con él. Desde el mediodía y hasta la media tarde toda la tierra quedó en oscuridad. Como a las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza: ― Elí, Elí, ¿lama sabactani? (que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”). Cuando lo oyeron, algunos de los que estaban allí dijeron: ―Está llamando a Elías. Al instante, uno de ellos corrió en busca de una esponja. La empapó en vinagre, la puso en una caña y se la ofreció a Jesús para que bebiera. Los demás decían: ―Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo. Entonces Jesús volvió a gritar con fuerza, y entregó su espíritu. En ese momento, la cortina del santuario del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. La tierra tembló y se partieron las rocas. Se abrieron los sepulcros, y muchos santos que habían muerto resucitaron. Salieron de los sepulcros y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. Cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús vieron el terremoto y todo lo que había sucedido, quedaron aterrados y exclamaron: ―¡Verdaderamente este era el Hijo de Dios! Estaban allí, mirando de lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había convertido en discípulo de Jesús. Se presentó ante Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús, y Pilato ordenó que se lo dieran. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo de su propiedad que había cavado en la roca. Luego hizo rodar una piedra grande a la entrada del sepulcro, y se fue. Allí estaban, sentadas frente al sepulcro, María Magdalena y la otra María. Al día siguiente, después del día de la preparación, los jefes de los sacerdotes y los fariseos se presentaron ante Pilato. ―Señor —dijeron—, nosotros recordamos que mientras ese engañador aún vivía dijo: “A los tres días resucitaré”. Por eso, ordena que se selle el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo que ha resucitado. Ese último engaño sería peor que el primero. ―Llevaos una guardia de soldados —les ordenó Pilato—, e id a asegurar el sepulcro lo mejor que podáis. Así que ellos fueron, cerraron el sepulcro con una piedra y lo sellaron; y dejaron puesta la guardia.