Entonces Dios le dijo a Moisés:
—Baja ya de la montaña, porque el pueblo que sacaste de Egipto se está portando muy mal. ¡Qué pronto se han olvidado de obedecerme! Han fabricado un toro de oro, y lo están adorando. Le han ofrecido sacrificios y dicen que ese toro soy yo, y que los sacó de Egipto. Los he estado observando, y me he dado cuenta de que son muy tercos. ¡Estoy tan enojado que voy a destruirlos a todos! ¡No trates de detenerme! Sin embargo, con tus descendientes formaré una gran nación.
Moisés trató de calmar a Dios, y le dijo:
—Dios mío, ¡no te enojes con este pueblo! ¡Tú mismo lo sacaste de Egipto usando tu gran poder! ¡No te enojes! ¡No destruyas a tu pueblo! No permitas que los egipcios se burlen de ti, y digan: “Dios los ha engañado, pues los sacó para matarlos en las montañas”. Recuerda el juramento que les hiciste a Abraham, a Isaac y a Jacob. Tú les juraste que con sus descendientes formarías un pueblo tan numeroso como las estrellas del cielo, y que para siempre les darías el país de Canaán.
En cuanto Dios se calmó y decidió no destruir al pueblo, Moisés comenzó a bajar de la montaña del Sinaí. En sus manos llevaba las dos tablas de piedra que Dios mismo había preparado, y en las que había escrito la ley por ambos lados.
Cuando Josué oyó los gritos de la gente, le dijo a Moisés:
—Se oyen gritos de guerra en el campamento.
Pero Moisés le contestó:
—También yo escucho las canciones, pero no son de victoria ni de derrota.
Cuando Moisés llegó al campamento vio a la gente bailando. Al ver al toro, se enojó tanto que allí mismo, al pie de la montaña, arrojó contra el suelo las tablas de la ley y las hizo pedazos. Luego fue y echó el toro al fuego, lo molió hasta hacerlo polvo, y mezcló el polvo con el agua. Entonces les dijo a los israelitas: «¡Ahora, beban!» Después de eso, le reclamó a Aarón:
—¿Qué daño te ha hecho este pueblo, para que lo hagas pecar de manera tan terrible?
Aarón le contestó:
—Por favor, no te enojes conmigo. Tú bien sabes que a este pueblo le gusta hacer lo malo. Ellos me pidieron que les hiciera un dios que los guiara y protegiera, porque no sabían lo que había pasado contigo. Entonces les pedí oro y ellos me lo trajeron. Yo tan solo eché el oro al fuego, ¡y salió este toro!
Moisés se dio cuenta de que los israelitas no tenían quién los dirigiera, pues Aarón no había sabido controlarlos. También se dio cuenta de que los enemigos del pueblo se burlarían de ellos, así que se puso a la entrada del campamento y les dijo: «Los que estén de parte del Dios de Israel, vengan conmigo».
Todos los de la tribu de Leví se unieron a Moisés, quien les dijo: «El Dios de Israel, ha ordenado que cada uno de ustedes tome una espada, regrese al campamento, y vaya casa por casa matando a su hermano, amigo o vecino».
Los de la tribu de Leví hicieron lo que Moisés ordenó, y ese día mataron como a tres mil varones. Luego Moisés les dijo: «Hoy Dios los bendice y les da autoridad como sus sacerdotes, pues ustedes se opusieron a sus propios hermanos e hijos, para obedecerlo a él».
Al día siguiente, Moisés les dijo a todos: «Ustedes han cometido un pecado terrible. Por eso voy a subir a la montaña para hablar con Dios, a ver si él los perdona».
Moisés subió a la montaña donde estaba Dios, y le dijo:
—Reconozco que el pueblo se ha portado muy mal al haberse hecho un dios de oro. Yo te ruego que los perdones. Pero si no los perdonas, ¡bien puedes matarme a mí también!
Dios le contestó:
—Yo le quito la vida al que peca contra mí. Así que vete y lleva este pueblo al país que prometí darles. Mi ángel te guiará. Pero cuando llegue el momento indicado, los castigaré por lo que han hecho.
Y por haber adorado al toro que hizo Aarón, Dios les mandó una terrible enfermedad.