Fue así como Israel llegó a Egipto,
como Jacob llegó a vivir en la tierra de Cam.
Pero el pueblo aumentó en número
y se hizo más fuerte que los egipcios.
El corazón de los egipcios se llenó de odio,
y decidieron hacerle mal a su pueblo.
Pero Dios envió a su siervo Moisés,
lo mismo que a Aarón, su escogido.
Dios les dio el poder de hacer señales,
y de realizar prodigios en la tierra de Cam.
Dejó caer sobre Egipto densa oscuridad,
pero los egipcios no acataron su palabra.
Convirtió las aguas en sangre,
y todos los peces murieron.
Vinieron entonces muchísimas ranas,
que infestaron las cámaras reales.
Dios habló, y vinieron enjambres de moscas,
y las casas se inundaron de piojos.
Dios dejó caer granizo como lluvia,
y rayos de fuego rasgaron la tierra.
Destrozó los viñedos, secó las higueras,
y desgajó los árboles de su país.
Dios habló otra vez, y vinieron langostas,
y como plaga llegó el pulgón,
y se comió la hierba del país
y acabó con los frutos de su tierra.
Hirió de muerte a todos sus primogénitos,
a las primicias de su fuerza varonil.
Su pueblo salió cargado de oro y plata;
en sus tribus no había un solo enfermo.
Cuando el pueblo salió, los egipcios se alegraron,
pues ante ellos sentían un profundo terror.
En el desierto los cubría una nube,
y un fuego los alumbraba de noche.
Pidieron comida, y Dios les mandó codornices;
sació su hambre con el pan que cayó del cielo.
Dios partió la peña, y fluyeron aguas
que corrieron como ríos por el desierto.
Dios se acordó de su santa palabra,
y de su juramento a Abrahán, su siervo.
Su pueblo salió con gran gozo;
sus elegidos salieron con gran júbilo.
Dios les dio las tierras de otras naciones,
lo mismo que los frutos de esos pueblos,
para que obedecieran sus preceptos
y cumplieran todos sus mandatos.
¡Aleluya!