»Por todo esto, respeten y honren al Señor. Sírvanle con integridad y de todo corazón. Echen fuera a los dioses que sus padres adoraron en el otro lado del río y en Egipto, y que aún están entre ustedes, y en su lugar sirvan al Señor.
Pero si no les parece bien servirle, escojan hoy a quién quieren servir, si a los dioses que sus padres adoraron cuando aún estaban al otro lado del río, o a los dioses que sirven los amorreos en esta tierra donde ahora ustedes viven. Por mi parte, mi casa y yo serviremos al Señor.»
El pueblo respondió:
«¡Jamás dejaremos al Señor por servir a otros dioses!
¡El Señor es nuestro Dios! Fue él quien nos sacó, a nosotros y a nuestros padres, del país donde éramos esclavos. Hizo grandes señales en Egipto, y en todos los caminos por donde hemos andado, y en todos los pueblos por los que hemos cruzado, siempre nos ha protegido.
El Señor arrojó de nuestra presencia a todos los pueblos, incluso a los amorreos que habitaban esta tierra. Así que nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios.»
Entonces Josué le dijo al pueblo:
«Ustedes no pueden servir al Señor, porque él es un Dios santo y celoso, y no soporta rebeliones ni pecados.
Si ustedes dejan al Señor para servir a otros dioses, él vendrá y les irá muy mal, porque los exterminará, ¡a pesar de haberles hecho tanto bien!»
El pueblo le respondió a Josué:
«Eso no sucederá, porque nosotros serviremos al Señor.»
Josué les contestó:
«Ustedes mismos son sus propios testigos de que han elegido al Señor, y de que le van a servir.»
Y ellos respondieron:
«Lo somos.»
Entonces Josué les dijo:
«Echen fuera ahora mismo los dioses ajenos que están entre ustedes, y humíllense de corazón ante el Señor y Dios de Israel.»
Y el pueblo le respondió:
«Al Señor nuestro Dios serviremos, y obedeceremos su voz.»
Ese mismo día Josué hizo un pacto en Siquén con el pueblo, y le dio estatutos y leyes.
Estas palabras las escribió en el libro de la ley de Dios; luego tomó una gran piedra, la puso debajo de la encina que estaba junto al santuario del Señor,
y le dijo a todo el pueblo:
«A partir de hoy esta piedra nos servirá de testigo, porque ante ella se han oído todas las palabras que el Señor nos ha dicho. Por lo tanto, ella será un testigo contra ustedes, para que no le mientan a su Dios.»
Después de eso, Josué despidió al pueblo, y cada uno se fue a su territorio.
Después de estos sucesos murió Josué hijo de Nun, siervo del Señor, a la edad de ciento diez años.
Lo sepultaron en Timnat Seraj, que fue la parte que le tocó, y que está en el monte de Efraín, al norte del monte de Gaas.
Durante todo el tiempo de vida de Josué y de los ancianos que le sobrevivieron, los cuales conocían todas las obras que el Señor había hecho en favor de Israel, el pueblo de Israel sirvió al Señor.
Los huesos de José, que los hijos de Israel habían traído de Egipto, fueron enterrados en Siquén, en el terreno que por cien piezas de plata Jacob compró a los hijos de Jamor, padre de Siquén. Ese terreno quedó en posesión de los hijos de José.
También murió Eleazar hijo de Aarón, y fue enterrado en la colina de su hijo Finés, la cual le dieron en el monte de Efraín.