Como Labán había ido a trasquilar sus ovejas, Raquel hurtó los ídolos de su padre. Jacob, por su parte, engañó a Labán el arameo al no hacerle saber que iba a fugarse. Y se fugó, llevándose todo lo que tenía. Se dispuso a cruzar el Éufrates, y se enfiló hacia el monte de Galaad. Al tercer día fueron a decirle a Labán que Jacob se había fugado. Entonces Labán se hizo acompañar de sus parientes, y se fue tras Jacob. Después de siete días de camino, lo alcanzó en el monte de Galaad. Pero esa noche Dios se le apareció en un sueño a Labán el arameo, y le dijo: «Mucho cuidado con comenzar a hablarle a Jacob bien, y acabar mal.» Labán alcanzó a Jacob cuando este había plantado su tienda en el monte, así que Labán y sus parientes acamparon en el monte de Galaad. Y Labán le dijo a Jacob: «¿Qué es lo que has hecho? ¿Por qué me engañaste y trajiste a mis hijas como prisioneras de guerra? ¿Por qué te fugaste a escondidas? ¿Por qué me engañaste, y no me dijiste nada? ¡Yo te habría despedido con alegría y con cantos, con tamborines y arpas! ¡Ni siquiera me dejaste besar a mis hijos y mis hijas! ¡Lo que has hecho es una locura! Yo tengo poder para hacerles daño; pero el Dios de tu padre me habló anoche y me dijo: “Mucho cuidado con comenzar a hablarle a Jacob bien, y acabar mal.” Pero ya que tantas ganas tenías de irte a la casa de tu padre, ¿por qué me robaste mis dioses?» Jacob le respondió así a Labán: «Es que tuve miedo. Yo pensé que tal vez me quitarías tus hijas por la fuerza. Pero al que encuentres con tus dioses en su poder, no quedará con vida. En presencia de nuestros hermanos, reconoce lo que sea tuyo y esté en mi poder, y llévatelo.» Pero Jacob no sabía que Raquel los había hurtado.
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