Tiempo después, los moabitas y los amonitas, y algunos de los meunitas, declararon la guerra a Josafat.
No faltó quien le diera aviso a Josafat y le dijera:
«Del otro lado del mar, y de Siria, viene a atacarte un gran ejército. ¡Ya están en Jasesón Tamar, es decir, en Engadí!»
Lleno de miedo, Josafat se dispuso a consultar al Señor, y ordenó que todos en Judá ayunaran.
En todas las ciudades de Judá la gente se reunió para pedir la ayuda del Señor,
y Josafat se puso de pie en el templo del Señor, delante del atrio nuevo, y ante la asamblea de Judá y de Jerusalén
dijo:
«Señor y Dios de nuestros padres, tú eres Dios en los cielos, y dominas sobre todos los reinos de las naciones; en tus manos están la fuerza y el poder. ¡No hay quien pueda oponerse a ti!
Tú, Dios nuestro, expulsaste de la presencia de tu pueblo Israel a los habitantes de esta tierra, y se la diste para siempre a los descendientes de Abrahán, tu amigo.
Ellos la han habitado, y en ella te han edificado un santuario a tu nombre. Han dicho:
“Si alguna vez nos sobreviene algún mal, o se nos castiga con la espada, o la peste, o el hambre, nos presentaremos ante este templo, y ante ti (pues tu nombre se halla en este templo), y clamaremos a ti por causa de nuestras aflicciones, y tú nos oirás y nos salvarás.”
¡Mira ahora a los amonitas y a los moabitas! ¡Mira a los del monte de Seír, por cuya tierra no dejaste pasar a Israel cuando venía de Egipto! Tú nos apartaste de ellos, para que no los destruyéramos,
¡y ahora ellos nos pagan tratando de arrojarnos de la tierra que tú nos diste en propiedad!
¡Dios nuestro!, ¿acaso no los vas a juzgar? Nosotros no tenemos la fuerza suficiente para enfrentar a ese gran ejército que viene a atacarnos. ¡No sabemos qué hacer, y por eso volvemos a ti nuestra mirada!»