Al salir, encontraron a un hombre de Cirene que se llamaba Simón y lo obligaron a llevar la cruz. Llegaron a un lugar llamado Gólgota, que significa «Lugar de la Calavera». Allí dieron a Jesús vino mezclado con hiel; pero después de probarlo, se negó a beberlo. Lo crucificaron y repartieron su ropa, echando suertes. Y se sentaron a vigilarlo. Encima de su cabeza pusieron por escrito la causa de su condena: ESTE ES JESúS, EL REY DE LOS JUDíOS. Con él crucificaron a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban meneaban la cabeza y blasfemaban contra él: —Tú que destruyes el Templo y en tres días lo reconstruyes, ¡sálvate a ti mismo! Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz! De la misma manera, se burlaban de él los jefes de los sacerdotes, junto con los maestros de la Ley y los líderes religiosos. —Salvó a otros —decían—, ¡pero no puede salvarse a sí mismo! ¡Y es el rey de Israel! Que baje ahora de la cruz y así creeremos en él. Él confía en Dios; pues que lo libre Dios ahora, si de veras lo quiere. ¿Acaso no dijo: “Yo soy el Hijo de Dios”? Así también lo insultaban los bandidos que estaban crucificados con él.
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