«Es tal la angustia que me invade que me siento morir —dijo—. Quédense aquí y manténganse despiertos conmigo». Yendo un poco más allá, se postró rostro en tierra y oró: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú». Luego volvió adonde estaban sus discípulos y los encontró dormidos. «¿No pudieron mantenerse despiertos conmigo ni una hora? —dijo a Pedro—. Permanezcan despiertos y oren para que no caigan en tentación. El espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil». Por segunda vez se retiró y oró: «Padre mío, si no es posible evitar que yo beba este trago amargo, hágase tu voluntad». Cuando volvió, otra vez los encontró dormidos, porque se les cerraban los ojos de sueño. Así que los dejó y se retiró a orar por tercera vez, diciendo lo mismo. Volvió de nuevo a los discípulos y dijo: «¿Siguen durmiendo y descansando? Miren, se acerca la hora; el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores.
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