Cuando Jesús entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. —¿Quién es este? —preguntaban. —Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea —contestaba la gente. Jesús entró en el Templo y echó de allí a todos los que compraban y vendían. Volcó las mesas de los que cambiaban dinero y los puestos de los que vendían palomas. «Escrito está —dijo—: “Mi casa será llamada casa de oración”, pero ustedes la han convertido en “cueva de ladrones”». Se le acercaron en el Templo ciegos y cojos y los sanó. Pero, cuando los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley vieron que hacía cosas maravillosas y que los niños gritaban en el Templo: «¡Hosanna al Hijo de David!», se indignaron. —¿Oyes lo que esos están diciendo? —protestaron. —Claro que sí —respondió Jesús—; ¿no han leído nunca: »“En los labios de los pequeñitos y de los niños de pecho has puesto tu alabanza”?». Entonces los dejó y, saliendo de la ciudad, se fue a pasar la noche en Betania.
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