Y se decían el uno al otro: «Santo, santo, santo es el SEÑOR de los Ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria». Al sonido de sus voces se estremecieron los umbrales de las puertas y el Templo se llenó de humo. Entonces grité: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros y mis ojos han visto al Rey, al SEÑOR de los Ejércitos». En ese momento voló hacia mí uno de los serafines. Traía en la mano una brasa que, con unas tenazas, había tomado del altar. Con ella me tocó los labios y me dijo: «Mira, esto ha tocado tus labios; tu maldad ha sido borrada y tu pecado, perdonado».
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