Y dijo Dios: «¡Que haya luz!». Y la luz llegó a existir. Dios consideró que la luz era buena y la separó de las tinieblas. A la luz la llamó «día» y a las tinieblas, «noche». Vino la noche y llegó la mañana: ese fue el primer día. Y dijo Dios: «¡Que haya una expansión en medio de las aguas y que las separe!». Y así sucedió. Dios hizo la expansión que separó las aguas que están debajo de las aguas que están arriba. A esta expansión Dios la llamó «cielo». Vino la noche y llegó la mañana: ese fue el segundo día. Y dijo Dios: «¡Que las aguas debajo del cielo se reúnan en un solo lugar y que aparezca lo seco!». Y así sucedió. A lo seco Dios lo llamó «tierra» y al conjunto de aguas lo llamó «mares». Y Dios consideró que esto era bueno. Luego dijo Dios: «¡Que haya vegetación sobre la tierra; que esta produzca hierbas que den semilla y árboles que den fruto con semilla, todos según su especie!». Y así sucedió. Comenzó a brotar la vegetación: hierbas que dan semilla y árboles que dan fruto con semilla, todos según su especie. Y Dios consideró que esto era bueno. Vino la noche y llegó la mañana: ese fue el tercer día. Y dijo Dios: «¡Que haya luces en la expansión del cielo que separen el día de la noche; que sirvan como señales de las estaciones, de los días y de los años, y que brillen en la expansión del cielo para iluminar la tierra!». Y sucedió así. Dios hizo los dos grandes astros: el astro mayor para gobernar el día y el menor para gobernar la noche. También hizo las estrellas. Dios colocó en la expansión del cielo los astros para alumbrar la tierra. Los hizo para gobernar el día y la noche y para separar la luz de las tinieblas. Y Dios consideró que esto era bueno. Vino la noche y llegó la mañana: ese fue el cuarto día.
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