El rey dio entonces la orden y Daniel fue arrojado al foso de los leones. Allí el rey animaba a Daniel: —¡Que tu Dios, a quien sirves continuamente, se digne salvarte! Trajeron entonces una piedra y con ella taparon la boca del foso. El rey lo selló con su propio anillo y con el de sus nobles para que la sentencia contra Daniel no pudiera ser cambiada. Luego volvió a su palacio y pasó la noche sin comer y sin divertirse, hasta el sueño se le fue. Tan pronto como amaneció, se levantó y fue al foso de los leones. Ya cerca, lleno de ansiedad gritó: —Daniel, siervo del Dios viviente, ¿pudo tu Dios, a quien sirves continuamente, salvarte de los leones? —¡Que viva el rey por siempre! —contestó Daniel—. Mi Dios envió a su ángel, quien cerró la boca a los leones. No me han hecho ningún daño, porque Dios bien sabe que soy inocente. ¡Tampoco he cometido nada malo contra Su Majestad! Sin ocultar su alegría, el rey ordenó que sacaran del foso a Daniel. Cuando lo sacaron, no se le halló un solo rasguño, pues Daniel confiaba en su Dios.
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