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Salmos 22:1-18

Salmos 22:1-18 NTV

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos cuando gimo por ayuda? Cada día clamo a ti, mi Dios, pero no respondes; cada noche levanto mi voz, pero no encuentro alivio. Sin embargo, tú eres santo; estás entronizado en las alabanzas de Israel. Nuestros antepasados confiaron en ti, y los rescataste. Clamaron a ti, y los salvaste; confiaron en ti y nunca fueron avergonzados. Pero yo soy un gusano, no un hombre; ¡todos me desprecian y me tratan con desdén! Todos los que me ven se burlan de mí; sonríen con malicia y menean la cabeza mientras dicen: «¿Este es el que confía en el SEÑOR? Entonces ¡que el SEÑOR lo salve! Si el SEÑOR lo ama tanto, ¡que el SEÑOR lo rescate!». Sin embargo, me sacaste a salvo del vientre de mi madre y, desde que ella me amamantaba, me hiciste confiar en ti. Me arrojaron en tus brazos al nacer; desde mi nacimiento, tú has sido mi Dios. No te quedes tan lejos de mí, porque se acercan dificultades, y nadie más puede ayudarme. Mis enemigos me rodean como una manada de toros; ¡toros feroces de Basán me tienen cercado! Como leones abren sus fauces contra mí; rugen y despedazan a su presa. Mi vida se derrama como el agua, y todos mis huesos se han dislocado. Mi corazón es como cera que se derrite dentro de mí. Mi fuerza se ha secado como barro cocido; la lengua se me pega al paladar. Me acostaste en el polvo y me diste por muerto. Mis enemigos me rodean como una jauría de perros; una pandilla de malvados me acorrala. Han atravesado mis manos y mis pies. Puedo contar cada uno de mis huesos; mis enemigos me miran fijamente y se regodean. Se reparten mi vestimenta entre ellos y tiran los dados por mi ropa.