En el año dieciocho de su reinado, después de haber purificado el país y el templo, Josías encargó a Safán, hijo de Azalía, a Maaseías, el gobernador de Jerusalén y a Joa, hijo de Joacaz, el historiador real, para que repararan el templo del SEÑOR su Dios. Estos hombres le dieron al sumo sacerdote Hilcías el dinero que habían recaudado los levitas que servían como porteros en el templo de Dios. Las ofrendas las traían la gente de Manasés, de Efraín y los que quedaban de Israel; al igual que la gente de todo Judá, de Benjamín y de Jerusalén.
El sumo sacerdote les confió el dinero a los hombres designados para supervisar la restauración del templo del SEÑOR. A su vez ellos pagaban a los trabajadores que hacían las reparaciones y la renovación del templo. Contrataron carpinteros y constructores, los cuales compraban piedras labradas para las paredes y madera para las vigas y los soportes. Restauraron lo que los reyes anteriores de Judá habían permitido que cayera en ruinas.
Los obreros servían fielmente bajo el liderazgo de Jahat y Abdías, levitas del clan de Merari, y de Zacarías y Mesulam, levitas del clan de Coat. Otros levitas, todos músicos hábiles, quedaron encargados de los trabajadores de los diversos oficios. Incluso otros ayudaban como secretarios, oficiales y porteros.
Mientras sacaban el dinero recaudado en el templo del SEÑOR, el sacerdote Hilcías encontró el libro de la ley del SEÑOR que escribió Moisés. Hilcías le dijo a Safán, secretario de la corte: «¡He encontrado el libro de la ley en el templo del SEÑOR!». Entonces Hilcías le dio el rollo a Safán.
Safán llevó el rollo al rey y le informó: «Sus funcionarios están haciendo todo lo que se les asignó. El dinero que se recaudó en el templo del SEÑOR ha sido entregado a los supervisores y a los trabajadores». Safán también dijo al rey: «El sacerdote Hilcías me entregó un rollo». Así que Safán se lo leyó al rey.
Cuando el rey oyó lo que estaba escrito en la ley, rasgó su ropa en señal de desesperación. Luego dio las siguientes órdenes a Hilcías; a Ahicam, hijo de Safán; a Acbor, hijo de Micaías; a Safán, secretario de la corte y a Asaías, consejero personal del rey: «Vayan al templo y consulten al SEÑOR por mí y por todo el remanente de Israel y de Judá. Pregunten acerca de las palabras escritas en el rollo que se encontró. Pues el gran enojo del SEÑOR ha sido derramado sobre nosotros, porque nuestros antepasados no obedecieron la palabra del SEÑOR. No hemos estado haciendo todo lo que este rollo dice que debemos hacer».
Entonces Hilcías y los otros hombres se dirigieron al Barrio Nuevo de Jerusalén para consultar a la profetisa Hulda. Ella era la esposa de Salum, hijo de Ticva, hijo de Harhas, el encargado del guardarropa del templo.
Ella les dijo: «¡El SEÑOR, Dios de Israel, ha hablado! Regresen y díganle al hombre que los envió: “Esto dice el SEÑOR: ‘Traeré desastre sobre esta ciudad y sobre sus habitantes. Todas las maldiciones escritas en el rollo que fue leído al rey de Judá se cumplirán, pues los de mi pueblo me han abandonado y han ofrecido sacrificios a dioses paganos. Estoy muy enojado con ellos por todo lo que han hecho. Mi enojo será derramado sobre este lugar y no se apagará’”.
»Vayan a ver al rey de Judá, quien los envió a buscar al SEÑOR, y díganle: “Esto dice el SEÑOR, Dios de Israel, acerca del mensaje que acabas de escuchar: ‘Estabas apenado y te humillaste ante Dios al oír las palabras que él pronunció contra la ciudad y sus habitantes. Te humillaste, rasgaste tu ropa en señal de desesperación y lloraste delante de mí, arrepentido. Ciertamente te escuché, dice el SEÑOR. Por eso, no enviaré el desastre que he prometido hasta después de que hayas muerto y seas enterrado en paz. Tú mismo no llegarás a ver la calamidad que traeré sobre esta ciudad y sus habitantes’”».
De modo que llevaron su mensaje al rey.
Entonces el rey convocó a todos los ancianos de Judá y de Jerusalén. Luego subió al templo del SEÑOR junto con todos los habitantes de Judá y de Jerusalén, acompañado por los sacerdotes y los levitas: toda la gente, desde el menos importante hasta el más importante. Allí el rey les leyó todo el libro del pacto que se había encontrado en el templo del SEÑOR. El rey tomó su lugar de autoridad junto a la columna y renovó el pacto en presencia del SEÑOR. Se comprometió a obedecer al SEÑOR cumpliendo sus mandatos, leyes y decretos con todo el corazón y con toda el alma. Prometió obedecer todas las condiciones del pacto que estaban escritas en el rollo. Además, exigió a todos los que estaban en Jerusalén y en Benjamín que hicieran una promesa similar. El pueblo de Jerusalén lo hizo, y renovó su pacto con Dios, el Dios de sus antepasados.