Durante siete días Saúl esperó allí, según las instrucciones de Samuel, pero aun así Samuel no llegaba. Saúl se dio cuenta de que sus tropas habían comenzado a desertar, de modo que ordenó: «¡Tráiganme la ofrenda quemada y las ofrendas de paz!». Y Saúl mismo sacrificó la ofrenda quemada. Precisamente cuando Saúl terminaba de sacrificar la ofrenda quemada, llegó Samuel. Saúl salió a recibirlo, pero Samuel preguntó: —¿Qué has hecho? Saúl le contestó: —Vi que mis hombres me abandonaban, y que tú no llegabas cuando prometiste, y que los filisteos ya están en Micmas, listos para la batalla. Así que dije: “¡Los filisteos están listos para marchar contra nosotros en Gilgal, y yo ni siquiera he pedido ayuda al SEÑOR!”. De manera que me vi obligado a ofrecer yo mismo la ofrenda quemada antes de que tú llegaras. —¡Qué tontería! —exclamó Samuel—. No obedeciste al mandato que te dio el SEÑOR tu Dios. Si lo hubieras obedecido, el SEÑOR habría establecido tu reinado sobre Israel para siempre. Pero ahora tu reino tiene que terminar, porque el SEÑOR ha buscado a un hombre conforme a su propio corazón. El SEÑOR ya lo ha nombrado para ser líder de su pueblo, porque tú no obedeciste el mandato del SEÑOR. Después Samuel salió de Gilgal y siguió su camino, pero el resto de las tropas fue con Saúl a encontrarse con el ejército. De Gilgal subieron a Guibeá en la tierra de Benjamín. Cuando Saúl contó los hombres que todavía estaban con él, ¡descubrió que solo quedaban seiscientos!
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