LUCAS 9:18-62
LUCAS 9:18-62 Reina Valera 2020 (RV2020)
En una ocasión Jesús estaba orando a solas, los discípulos estaban con él y les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos respondieron: —Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, algún profeta de los antiguos que ha resucitado. Y Jesús les preguntó de nuevo: —¿Y vosotros quién decís que soy? Respondió Pedro: —El Cristo de Dios. Pero él les ordenó con severidad que a nadie dijeran esto. Y añadió: —Es necesario que el Hijo del Hombre padezca mucho y sea rechazado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, que muera y resucite al tercer día. Y dijo también, dirigiéndose a todos: —Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá y el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si de ese modo se destruye o se pierde a sí mismo? Porque, si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en su gloria, y en la gloria del Padre y de los santos ángeles. Os aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin haber visto antes el reino de Dios. Unos ocho días después de pronunciadas estas palabras, Jesús tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo y subió al monte a orar. Mientras oraba, cambió el aspecto de su cara y su vestido se volvió de una blancura resplandeciente. Con él conversaban dos hombres. Eran Moisés y Elías, que aparecieron rodeados de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y quienes le acompañaban, aunque rendidos de sueño, se despertaron y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Cuando estos se fueron, Pedro dijo a Jesús: —¡Maestro, qué bien estamos aquí! Hagamos tres cabañas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pedro no sabía lo que decía. Y estando hablando, apareció una nube que los envolvió, de modo que se asustaron. Desde la nube vino una voz que decía: —Este es mi Hijo amado. Escuchadle a él. Tan pronto se escuchó la voz, Jesús se quedó solo. Los discípulos guardaron silencio, y por unos días no contaron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron del monte, mucha gente salió al encuentro de Jesús. De entre la multitud un hombre clamó diciendo: —Maestro, te ruego que veas a mi hijo. Es el único que tengo. Un espíritu se apodera de él: de repente da voces, sufre convulsiones y echa espuma por la boca, y una vez que lo ha destrozado, a duras penas lo deja tranquilo. Rogué a tus discípulos que lo expulsasen, pero no pudieron. Respondió Jesús: —¡Oh, generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros y os he de soportar? Trae acá a tu hijo. Cuando el muchacho iba acercándose, el demonio le derribó y le producía convulsiones, pero Jesús reprendió al espíritu inmundo, sanó al muchacho y se lo devolvió a su padre. Todos se admiraban ante la grandeza de Dios. Mientras todos seguían admirados por lo que Jesús había hecho, dijo a sus discípulos: —Escuchadme bien y no olvidéis esto: el Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres. Pero ellos no entendían lo que les dijo porque tenían nublado su entendimiento y, además, tampoco se atrevían a pedirle que se lo aclarase. Entonces comenzaron a discutir sobre quién de ellos sería el mayor. Jesús, que se dio cuenta de lo que estaban pensando, tomó a un niño, lo puso a su lado y les dijo: —Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí recibe al que me envió, porque el más insignificante entre todos vosotros, ese es el más importante. Entonces respondió Juan: —Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo prohibimos, porque no es de los nuestros. Jesús le dijo: —No se lo prohibáis, porque el que no está contra nosotros, está con nosotros. Sucedió que Jesús, como se iba acercando el tiempo de su ascensión al cielo, tomó la firme decisión de dirigirse a Jerusalén. Envió por delante a unos mensajeros y entraron en una aldea de samaritanos para prepararle alojamiento. Pero como Jesús se dirigía a Jerusalén, los samaritanos se negaron a recibirlo. Al ver esto, Jacobo y Juan, sus discípulos, le dijeron: —Señor, ¿ordenamos que baje fuego del cielo, como hizo Elías, y los destruya? Jesús se volvió y los reprendió diciendo: —Vosotros no sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea. Mientras iban de camino, uno le dijo: —Señor, yo te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le respondió: —Las zorras tienen guaridas y las aves de los cielos nidos, mas el Hijo del Hombre no tiene donde recostar la cabeza. Y dijo a otro: —Sígueme. Él le respondió: —Señor, déjame que vaya primero y entierre a mi padre. Jesús le contestó: —Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú dedícate a anunciar el reino de Dios. Otra persona también le dijo: —Te seguiré, Señor, pero déjame que me despida primero de los míos. Jesús le contestó: —Ninguno que poniendo su mano en el arado mire atrás es apto para el reino de Dios.
LUCAS 9:18-62 La Palabra (versión española) (BLP)
En una ocasión en que Jesús se había retirado para orar a solas, los discípulos fueron a reunirse con él. Jesús, entonces, les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos contestaron: —Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que uno de los antiguos profetas que ha resucitado. Jesús insistió: —Y vosotros, ¿quién decís que soy? Entonces Pedro declaró: —¡Tú eres el Mesías enviado por Dios! Jesús, por su parte, les encargó encarecidamente que a nadie dijeran nada de esto. Les dijo también: —El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho; va a ser rechazado por los ancianos del pueblo, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la ley que le darán muerte; pero al tercer día resucitará. Y añadió, dirigiéndose a todos: —Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su cruz cada día y seguirme. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que entregue su vida por causa de mí, ese la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si él se pierde o se destruye a sí mismo? Pues bien, si alguno se avergüenza de mí y de mi mensaje, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga rodeado de su gloria, de la gloria del Padre y de la de los santos ángeles. Os aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin antes haber visto el reino de Dios. Unos ocho días después de esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras Jesús estaba orando, cambió el aspecto de su rostro y su ropa se volvió de una blancura resplandeciente. En esto aparecieron dos personajes que conversaban con él. Eran Moisés y Elías, los cuales, envueltos en un resplandor glorioso, hablaban con Jesús del éxodo de este, que iba a ocurrir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se sentían cargados de sueño, pero se mantuvieron despiertos y vieron la gloria de Jesús y a los dos personajes que estaban con él. Luego, mientras estos se separaban de Jesús, dijo Pedro: —¡Maestro, qué bien estamos aquí! Hagamos tres cabañas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. En realidad, Pedro no sabía lo que decía. Aún estaba hablando Pedro, cuando quedaron envueltos en la sombra de una nube, y se asustaron al verse en medio de ella. Entonces salió de la nube una voz que decía: —Este es mi Hijo elegido. Escuchadlo. Todavía resonaba la voz cuando Jesús se encontró solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces no contaron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron del monte, mucha gente salió al encuentro de Jesús. De pronto, un hombre de entre la gente gritó: —¡Maestro, por favor, mira a mi hijo, que es el único que tengo! Un espíritu maligno se apodera de él y de repente comienza a gritar; luego lo zarandea con violencia, haciéndole echar espuma por la boca y, una vez que lo ha destrozado, a duras penas se aparta de él. He rogado a tus discípulos que lo expulsen, pero no han podido. Jesús exclamó: —¡Gente incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo habré de estar con vosotros y soportaros? Trae aquí a tu hijo. Cuando el muchacho se acercaba a Jesús, el demonio lo derribó al suelo y le hizo retorcerse. Jesús, entonces, increpó al espíritu impuro, curó al muchacho y lo devolvió a su padre. Y todos se quedaron atónitos al comprobar la grandeza de Dios. Mientras todos seguían admirados por lo que Jesús había hecho, él dijo a sus discípulos: —Escuchadme bien y no olvidéis esto: el Hijo del hombre está a punto de ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no comprendieron lo que les decía; todo les resultaba enigmático de modo que no lo entendían. Y tampoco se atrevían a pedirle una explicación. Los discípulos comenzaron a discutir quién de ellos era el más importante. Pero Jesús, que se dio cuenta de lo que estaban pensando, tomó a un niño, lo puso a su lado y les dijo: —El que reciba en mi nombre a este niño, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe al que me ha enviado. Porque el más insignificante entre todos vosotros, ese es el más importante. Juan le dijo: —Maestro, hemos visto a uno que estaba expulsando demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de los nuestros. Jesús le contestó: —No se lo prohibáis, porque el que no está contra vosotros, está a vuestro favor. Cuando ya iba acercándose el tiempo de su Pascua, Jesús tomó la firme decisión de dirigirse a Jerusalén. Envió por delante mensajeros que entraron en una aldea de Samaría para prepararle alojamiento. Pero como Jesús se dirigía a Jerusalén, los samaritanos se negaron a recibirlo. Al ver esto, los discípulos Santiago y Juan dijeron: —Señor, ¿ordenamos que descienda fuego del cielo y los destruya? Pero Jesús, encarándose con ellos, los reprendió con severidad. Y se fueron a otra aldea. Mientras iban de camino, dijo uno a Jesús: —Estoy dispuesto a seguirte adondequiera que vayas. Jesús le contestó: —Las zorras tienen guaridas y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza. A otro le dijo: —Sígueme. A lo que respondió el interpelado: —Señor, permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. Jesús le contestó: —Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú dedícate a anunciar el reino de Dios. Otro le dijo también: —Estoy dispuesto a seguirte, Señor, pero permíteme que primero me despida de los míos. Jesús le contestó: —Nadie que ponga su mano en el arado y mire atrás es apto para el reino de Dios.
LUCAS 9:18-62 Dios Habla Hoy Versión Española (DHHE)
Un día estaba Jesús orando, él solo. Luego sus discípulos se le reunieron, y él les preguntó: –¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos contestaron: –Unos dicen que Juan el Bautista; otros dicen que Elías, y otros, que uno de los antiguos profetas, que ha resucitado. –Y vosotros, ¿quién decís que soy? –les preguntó. Pedro le respondió: –El Mesías de Dios. Pero Jesús les encargó mucho que no se lo dijeran a nadie. Les decía Jesús: –El Hijo del hombre tendrá que sufrir mucho, y será rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la ley. Lo van a matar, pero al tercer día resucitará. Después dijo a todos: –El que quiera ser mi discípulo, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por causa mía, la salvará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde o se destruye a sí mismo? Pues si alguno se avergüenza de mí y de mi mensaje, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con su gloria y con la gloria de su Padre y de los santos ángeles. Os aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin haber visto el reino de Dios. Unos ocho días después de esta conversación, Jesús subió a un monte a orar, acompañado de Pedro, Santiago y Juan. Mientras oraba, cambió el aspecto de su rostro y sus ropas se volvieron muy blancas y brillantes. Y aparecieron dos hombres conversando con él: eran Moisés y Elías, que estaban rodeados de un resplandor glorioso y hablaban de la partida de Jesús de este mundo, que iba a tener lugar en Jerusalén. Aunque Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, permanecieron despiertos y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Cuando aquellos hombres se separaban ya de Jesús, Pedro le dijo: –Maestro, ¡qué bien que estemos aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pero Pedro no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los envolvió en sombra; y al verse dentro de la nube, tuvieron miedo. Entonces de la nube salió una voz que dijo: “Este es mi Hijo, mi elegido. Escuchadle.” Después que calló la voz, vieron que Jesús estaba solo. Ellos guardaron esto en secreto, y por entonces no contaron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron del monte, una gran multitud salió al encuentro de Jesús. En esto, un hombre de en medio de la gente gritó con voz fuerte: –¡Maestro, por favor, mira a mi hijo, el único que tengo! Un espíritu se apodera de él, y de repente le hace gritar, retorcerse violentamente y echar espuma por la boca. Lo está destrozando, porque apenas se separa de él. He rogado a tus discípulos que expulsen ese espíritu, pero no han podido. Jesús contestó: –¡Oh gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros y soportaros? Trae aquí a tu hijo. Cuando el muchacho se acercaba, el demonio lo arrojó al suelo y le hizo retorcerse con violencia; pero Jesús reprendió al espíritu impuro, sanó al muchacho y lo devolvió a su padre. Todos se quedaron admirados de la grandeza de Dios. Mientras todos seguían asombrados por lo que Jesús había hecho, dijo él a sus discípulos: –Oíd bien esto y no lo olvidéis: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no entendían estas palabras, pues Dios no les había permitido entenderlo. Además tenían miedo de pedirle a Jesús que se las explicase. Por aquel entonces, los discípulos se pusieron a discutir quién de ellos sería el más importante. Jesús, al darse cuenta de lo que estaban pensando, tomó a un niño, lo puso junto a él y les dijo: –El que recibe a este niño en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe también al que me envió. Por eso, el más insignificante entre todos vosotros, ese será el más importante. Juan le dijo: –Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, pero como no es de los nuestros se lo hemos prohibido. Jesús le contestó: –No se lo prohibáis, porque el que no está contra nosotros está a nuestro favor. Cuando ya se acercaba el tiempo en que Jesús había de subir al cielo, emprendió con valor su viaje a Jerusalén. Envió por delante mensajeros, que fueron a una aldea de Samaria para prepararle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirle, porque se daban cuenta de que se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto le dijeron: –Señor, si quieres, diremos que baje fuego del cielo para que acabe con ellos. Pero Jesús se volvió y los reprendió. Luego se fueron a otra aldea. Mientras iban de camino, un hombre dijo a Jesús: –Señor, deseo seguirte adondequiera que vayas. Jesús le contestó: –Las zorras tienen cuevas y las aves nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza. Jesús dijo a otro: –Sígueme. Pero él respondió: –Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre. Jesús le contestó: –Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el reino de Dios. Otro le dijo: –Señor, quiero seguirte, pero deja que primero me despida de los míos. Jesús le contestó: –El que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás, no sirve para el reino de Dios.
LUCAS 9:18-62 Nueva Versión Internacional - Castellano (NVI)
Un día cuando Jesús estaba orando a solas, estando allí sus discípulos, les preguntó: ―¿Quién dice la gente que soy yo? ―Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que uno de los antiguos profetas ha resucitado —respondieron. ―Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? ―El Cristo de Dios —afirmó Pedro. Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran esto a nadie. Y les dijo: ―El Hijo del hombre tiene que sufrir muchas cosas y ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley. Es necesario que lo maten y que resucite al tercer día. Dirigiéndose a todos, declaró: ―Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se destruye a sí mismo? Si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria y en la gloria del Padre y de los santos ángeles. Además, os aseguro que algunos de los aquí presentes no sufrirán la muerte sin antes haber visto el reino de Dios. Unos ocho días después de decir esto, Jesús, acompañado de Pedro, Juan y Jacobo, subió a una montaña a orar. Mientras oraba, su rostro se transformó, y su ropa se tornó blanca y radiante. Y aparecieron dos personajes —Moisés y Elías— que conversaban con Jesús. Tenían un aspecto glorioso, y hablaban de la partida de Jesús, que iba a suceder en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño, pero, cuando se despertaron, vieron su gloria y a los dos personajes que estaban con él. Mientras estos se apartaban de Jesús, Pedro, sin saber lo que estaba diciendo, propuso: ―Maestro, ¡qué bien que estemos aquí! Podemos levantar tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaba hablando todavía cuando apareció una nube que los envolvió, de modo que se asustaron. Entonces salió de la nube una voz que dijo: «Este es mi Hijo, mi escogido; escuchadle». Después de oírse la voz, Jesús quedó solo. Los discípulos guardaron esto en secreto, y por algún tiempo a nadie contaron nada de lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron de la montaña, le salió al encuentro mucha gente. Y un hombre de entre la multitud exclamó: ―Maestro, te ruego que atiendas a mi hijo, pues es el único que tengo. Resulta que un espíritu se posesiona de él, y de repente el muchacho se pone a gritar; también lo sacude con violencia y hace que eche espumarajos. Cuando lo atormenta, a duras penas lo suelta. He rogado a tus discípulos que lo expulsaran, pero no pudieron. ―¡Ah, generación incrédula y perversa! —respondió Jesús—. ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros y soportaros? Trae acá a tu hijo. Estaba acercándose el muchacho cuando el demonio lo derribó con una convulsión. Pero Jesús reprendió al espíritu maligno, sanó al muchacho y se lo devolvió al padre. Y todos se quedaron asombrados de la grandeza de Dios. En medio de tanta admiración por todo lo que hacía, Jesús dijo a sus discípulos: ―Prestad mucha atención a lo que os voy a decir: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no entendían lo que quería decir con esto. Les estaba encubierto para que no lo comprendieran, y no se atrevían a preguntárselo. Surgió entre los discípulos una discusión sobre quién de ellos sería el más importante. Como Jesús sabía bien lo que pensaban, tomó a un niño y lo puso a su lado. ―El que recibe en mi nombre a este niño —les dijo—, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. El más insignificante entre todos vosotros, ese es el más importante. ―Maestro —intervino Juan—, vimos a un hombre que expulsaba demonios en tu nombre; pero, como no anda con nosotros, tratamos de impedírselo. ―No se lo impidáis —les replicó Jesús—, porque el que no está contra vosotros está a favor vuestro. Como se acercaba el tiempo de que fuera llevado al cielo, Jesús se hizo el firme propósito de ir a Jerusalén. Envió por delante mensajeros, que entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento; pero allí la gente no quiso recibirlo porque se dirigía a Jerusalén. Cuando los discípulos Jacobo y Juan vieron esto, le preguntaron: ―Señor, ¿quieres que hagamos caer fuego del cielo para que los destruya? Pero Jesús se volvió a ellos y los reprendió. Luego siguieron la jornada a otra aldea. Iban por el camino cuando alguien le dijo: ―Te seguiré a dondequiera que vayas. ―Las zorras tienen madrigueras y las aves tienen nidos —le respondió Jesús—, pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza. A otro le dijo: ―Sígueme. ―Señor —le contestó—, primero déjame ir a enterrar a mi padre. ―Deja que los muertos entierren a sus propios muertos, pero tú ve y proclama el reino de Dios —le replicó Jesús. Otro afirmó: ―Te seguiré, Señor; pero primero déjame despedirme de mi familia. Jesús le respondió: ―Nadie que mire atrás después de poner la mano en el arado es apto para el reino de Dios.