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LAMENTACIONES 4:1-22

LAMENTACIONES 4:1-22 La Palabra (versión española) (BLP)

¡Qué deslucido está el oro, qué pálido el oro fino! ¡Las piedras santas están tiradas por las esquinas! De Sion los nobles hijos, más apreciados que el oro, parecen cuencos de barro, hechura de un alfarero. Hasta los chacales dan de mamar a sus cachorros; la hija de mi pueblo es cruel como avestruz del desierto. De sed se pega la lengua al paladar del bebé. Los pequeños piden pan sin que nadie se lo dé. Los que antes banqueteaban desfallecen por las calles; los criados entre púrpura revuelven los basureros. La culpa de mi ciudad supera a la de Sodoma, arrasada en un momento sin intervención humana. Como leche y nieve pura resplandecían sus príncipes; coral rojo eran sus cuerpos y un zafiro, su figura. Y hoy, más negros que el carbón, nadie afuera los conoce; su piel al hueso pegada y enjutos como sarmientos. Mejor le fue al caído en guerra que a las víctimas del hambre: extenuadas se consumen por carencia de alimentos. Manos tiernas de mujeres cuecen a sus propios hijos y los sirven de comida mientras cae la capital. Colmó el Señor su furor, derramó su ardiente cólera y prendió un fuego en Sion que calcinó sus cimientos. Ni los reyes de la tierra ni los que habitan el orbe pensaron ver enemigos entrando en Jerusalén. Por pecados de profetas y culpas de sacerdotes se derramó en su interior sangre de gente inocente. Tropezando como ciegos caminan ensangrentados, sin que nadie por las calles pueda tocar sus vestidos. ¡Apartaos! —les gritaban— ¡Un impuro! ¡No toquéis! Y cuando huían vagabundos, los paganos les decían: «No podéis vivir aquí». El Señor los dispersó y no volverá a mirarlos. Negaron honra y piedad a sacerdotes y ancianos. Se gastaban nuestros ojos aguardando ayuda en vano; vigilantes esperábamos a un aliado que no salva. Vigilaban nuestros pasos sin dejarnos caminar. Nuestro fin estaba cerca, nuestros días ya cumplidos, había llegado el final. Los perseguidores eran más veloces que las águilas: nos acosaron con trampas por los montes y el desierto. Con sus trampas dieron caza al rey, que era nuestro aliento, pues a su sombra esperábamos vivir entre las naciones. Goza y alégrate, Edom, la que habitas tierras de Us; ya te pasarán la copa y andarás ebria y desnuda. Expiaste tu culpa, Sion; no volverá a desterrarte. Serás castigada, Edom, descubiertos tus pecados.

LAMENTACIONES 4:1-22 Nueva Versión Internacional - Castellano (NVI)

¡El oro ha perdido su lustre! ¡Se ha empañado el oro fino! ¡Regadas por las esquinas de las calles se han quedado las joyas sagradas! A los apuestos habitantes de Sión, que antaño valían su peso en oro, hoy se les ve como vasijas de barro, ¡como la obra de un alfarero! Hasta los chacales ofrecen las ubres y dan leche a sus cachorros, pero Jerusalén ya no tiene sentimientos; ¡es como los avestruces del desierto! Tanta es la sed que tienen los niños que la lengua se les pega al paladar. Piden pan los pequeñuelos, pero nadie se lo da. Quienes antes comían los más ricos manjares hoy desfallecen de hambre por las calles. Quienes antes se vestían de fina púrpura hoy se revuelcan en la inmundicia. Más grande que los pecados de Sodoma es la iniquidad de Jerusalén; ¡fue derribada en un instante, y nadie le tendió la mano! Más radiantes que la nieve eran sus príncipes, y más blancos que la leche; más rosado que el coral era su cuerpo; su apariencia era la del zafiro. Pero ahora están más sucios que el hollín; en la calle nadie los reconoce. Su piel, reseca como la leña, se les pega a los huesos. ¡Dichosos los que mueren por la espada, más que los que mueren de hambre! Torturados por el hambre desfallecen, pues no cuentan con los frutos del campo. Con sus manos, mujeres compasivas cocinaron a sus propios hijos, y esos niños fueron su alimento cuando Jerusalén fue destruida. El SEÑOR dio rienda suelta a su enojo; dejó correr el ardor de su ira. Le prendió fuego a Sión y la consumió hasta sus cimientos. No creían los reyes de la tierra, ni tampoco los habitantes del mundo, que los enemigos y adversarios de Jerusalén cruzarían alguna vez sus puertas. Pero sucedió por los pecados de sus profetas, por las iniquidades de sus sacerdotes, ¡por derramar sangre inocente en las calles de la ciudad! Con las manos manchadas de sangre, andan por las calles como ciegos. No hay nadie que se atreva a tocar siquiera sus vestidos. «¡Largo de aquí, impuros!», les grita la gente. «¡Fuera! ¡Fuera! ¡No nos toquéis!» Entre las naciones paganas dicen de ellos: «Son unos vagabundos, que andan huyendo. No pueden quedarse aquí más tiempo». El SEÑOR mismo los ha dispersado; ya no se preocupa por ellos. Ya no hay respeto para los sacerdotes ni compasión para los ancianos. Para colmo, desfallecen nuestros ojos esperando en vano que alguien nos ayude. Desde nuestras torres esperamos a una nación que no puede salvarnos. A cada paso nos acechan; no podemos ya andar por las calles. Nuestro fin se acerca, nos ha llegado la hora; ¡nuestros días están contados! Nuestros perseguidores resultaron más veloces que las águilas del cielo; nos persiguieron por las montañas, nos acecharon en el desierto. También cayó en sus redes el ungido del SEÑOR, que era nuestra razón de vivir. Era él de quien decíamos: ¡Viviremos bajo su sombra entre las naciones! ¡Regocíjate y alégrate, capital de Edom, que vives como reina en la tierra de Uz! ¡Pero ya tendrás que beber de esta copa, y quedarás embriagada y desnuda! Tu castigo se ha cumplido, bella Sión; Dios no volverá a desterrarte. Pero a ti, capital de Edom, te castigará por tu maldad y pondrá al descubierto tus pecados.

LAMENTACIONES 4:1-22 Reina Valera 2020 (RV2020)

¡Cómo se ha ennegrecido el oro! ¡Cómo ha perdido el oro puro su brillo! Las piedras del santuario están esparcidas por las encrucijadas de todas las calles. Los hijos de Sion, preciados y estimados más que el oro puro, ¡son ahora como vasijas de barro, obra de manos de alfarero! Aun los chacales dan las ubres para amamantar a sus cachorros, pero la hija de mi pueblo es cruel como los avestruces del desierto. De sed se le pega al niño de pecho la lengua al paladar; los pequeñuelos piden pan, y no hay quien se lo dé. Los que comían delicados manjares desfallecen por las calles; los que se criaron entre púrpura se abrazan a los estercoleros. Porque más fue la iniquidad de la hija de mi pueblo que el pecado de Sodoma, que fue destruida en un instante, sin manos que se alzaran contra ella. Sus nobles eran más puros que la nieve, más blancos que la leche; sus cuerpos eran más rosados que el coral, más hermoso su talle que el zafiro. Oscuro más que la negrura es ahora su aspecto: no se les reconoce por las calles; tienen la piel pegada a los huesos, seca como un leño. Más dichosos fueron los muertos a espada que los muertos por el hambre, porque estos murieron poco a poco por faltarles los frutos de la tierra. Las manos de mujeres piadosas cocieron a sus hijos: ¡Sus propios hijos les sirvieron de alimento en el día del desastre de la hija de mi pueblo! Cumplió el Señor su enojo, derramó el ardor de su ira y encendió en Sion un fuego que consumió hasta sus cimientos. Nunca los reyes de la tierra ni ninguno de los habitantes del mundo habrían creído que el enemigo y el adversario entraría por las puertas de Jerusalén. Fue por causa de los pecados de sus profetas y las maldades de sus sacerdotes, que derramaron en medio de ella la sangre de los justos. Titubeaban por las calles como ciegos, contaminados con la sangre, de modo que no pudieran tocar sus vestiduras. «¡Apartaos! ¡Un inmundo!», les gritaban: «¡Apartaos, apartaos, no toquéis!». Huyeron, fueron dispersados. Entonces se dijo entre las naciones: «Nunca más morarán aquí». En su ira, el Señor los apartó y no los mirará más: No respetaron la presencia de los sacerdotes ni tuvieron compasión de los ancianos. Nuestros ojos desfallecen mientras esperan en vano nuestro socorro; en nuestra esperanza aguardamos a una nación que no puede salvar. Espiaban nuestros pasos para que no anduviéramos por las calles. Se acercaba nuestro fin: se habían cumplido nuestros días y el fin había llegado. Más ligeros eran nuestros perseguidores que las águilas del cielo; sobre los montes nos persiguieron, en el desierto nos pusieron emboscadas. El aliento de nuestras vidas, el ungido del Señor, de quien habíamos dicho: «A su sombra tendremos vida entre las naciones», quedó apresado en sus lazos. ¡Goza y alégrate, hija de Edom, tú que habitas en tierra de Uz!, porque también a ti te llegará esta copa y te embriagarás y vomitarás. Ya está cumplido tu castigo, hija de Sion: Nunca más hará él que te lleven cautiva. Castigará él tu iniquidad, hija de Edom, y descubrirá tus pecados.

LAMENTACIONES 4:1-22 Dios Habla Hoy Versión Española (DHHE)

¡Cómo se ha empañado el oro! ¡Cómo perdió su brillo el oro fino! ¡Esparcidas por todas las esquinas están las piedras del santuario! Los habitantes de Sión, tan estimados, los que valían su peso en oro, ahora son tratados como ollas de barro hechas por un simple alfarero. Hasta las hembras de los chacales dan la teta y amamantan a sus cachorros; pero la capital de mi pueblo es cruel, cruel como un avestruz del desierto. Tienen tanta sed los niños de pecho, que la lengua se les pega al paladar. Piden los niños pan, pero no hay nadie que se lo dé. Los que antes comían en abundancia, ahora mueren de hambre por las calles. Los que crecieron en medio de lujos, ahora viven en los muladares. La maldad de la capital de mi pueblo es mayor que el pecado de Sodoma, que fue destruida en un instante sin que nadie la atacara. Más blancos que la nieve eran sus hombres escogidos, más blancos que la leche; su cuerpo, más rojizo que el coral; su porte, hermoso como el zafiro. Pero ahora se ven más sombríos que las tinieblas; nadie en la calle podría reconocerlos. La piel se les pega a los huesos, ¡la tienen seca como leña! Mejor les fue a los que murieron en batalla que a los que murieron de hambre, porque estos murieron lentamente al faltarles los frutos de la tierra. Con sus propias manos, mujeres de buen corazón cocieron a sus hijos; sus propios hijos les sirvieron de comida al ser destruida la capital de mi pueblo. El Señor agotó su enojo, dio rienda suelta al ardor de su furia, prendió fuego a Sión y la destruyó hasta los cimientos. Jamás creyeron los reyes de la tierra, todos los que reinaban en el mundo, que el enemigo, el adversario, entraría por las puertas de Jerusalén. ¡Y todo por el pecado de sus profetas, por la maldad de sus sacerdotes, que aun dentro de la ciudad derramaron sangre inocente! Caminan inseguros, como ciegos, por las calles de la ciudad; tan sucios están de sangre que nadie se atreve a tocarles la ropa. “¡Apartaos, apartaos –les gritan–; son gente impura, no los toquéis!” “Son vagabundos en fuga –dicen los paganos–, no pueden seguir viviendo aquí.” La presencia del Señor los dispersó; no volvió más a dirigirles la mirada. No hubo respeto para los sacerdotes ni compasión para los ancianos. Con los ojos cansados, aunque atentos, en vano esperamos ayuda. Pendientes estamos de la llegada de un pueblo que no puede salvar. Vigilan todos nuestros pasos; no podemos salir a la calle. Nuestro fin está cerca, nos ha llegado la hora. ¡Ha llegado nuestro fin! Más veloces que las águilas del cielo son nuestros perseguidores; nos persiguen por los montes, ¡nos ponen trampas en el desierto! Preso ha caído el escogido del Señor, el que daba aliento a nuestra vida, el rey de quien decíamos: “A su sombra viviremos entre los pueblos.” ¡Ríete, alégrate, nación de Edom; tú que reinas en la región de Us! ¡También a ti te llegará el trago amargo y quedarás borracha y desnuda! Tu castigo ha terminado, ciudad de Sión; el Señor no volverá a desterrarte. Pero castigará tu maldad, nación de Edom, y pondrá al descubierto tus pecados.