HECHOS 27:14-44
HECHOS 27:14-44 Reina Valera 2020 (RV2020)
Pero poco tiempo después se levantó un viento huracanado, llamado Euroclidón, que azotó la nave, la cual no pudo hacer frente al temporal por lo que se vio arrastrada a la deriva. Después de pasar a sotavento de una pequeña isla llamada Clauda, con dificultad pudimos recoger el esquife. Una vez izado a bordo, sujetaron el casco del buque con sogas de refuerzo y, por temor a encallar en los bancos de arena echaron el ancla flotante y la nave siguió a la deriva. Al día siguiente, como arreciaba el temporal, empezaron a deshacerse de la carga y al tercer día con nuestras propias manos arrojamos los aparejos de la nave. Durante muchos días no pudieron verse el sol ni las estrellas, y la fuerte tempestad nos seguía azotando, así que ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos. Entonces Pablo, como hacía ya mucho que no comíamos, se puso en pie en medio de ellos y dijo: —Ciertamente habría sido conveniente haberme hecho caso y no zarpar de Creta. Se hubieran evitado este daño y esta pérdida. A pesar de ello os aconsejo que tengáis buen ánimo, pues ninguno de vosotros perderá la vida, solo se perderá la nave. Y lo sé porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios, de quien soy y a quien sirvo, y me ha dicho: «Pablo, no temas. Es necesario que comparezcas ante César. Además, Dios te ha concedido que todos los que navegan contigo salgan ilesos». Por tanto amigos ¡ánimo!, pues confío en Dios, y sé que ocurrirá tal como me ha dicho. Sin duda, llegaremos a alguna isla. A la medianoche de la decimocuarta jornada, cuando navegábamos sin dirección por el Adriático, los marineros sospecharon que estaban cerca de tierra, así que echaron la sonda y esta marcaba una profundidad de treinta y seis metros; un poco más adelante volvieron a echarla, y ya marcaba veintisiete. Por miedo a tropezar con escollos, echaron cuatro anclas por la popa y ansiaban que se hiciera de día. Los marineros trataron de huir de la nave y, aparentando que querían soltar las anclas de proa, echaron al mar el esquife. Pero Pablo dijo al centurión y a los soldados: —Si estos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros. Entonces los soldados cortaron las amarras del esquife y dejaron que se perdiera. Comenzaba a amanecer cuando Pablo animó a comer a todos. Les dijo: —Este es el decimocuarto día que esperáis y permanecéis en ayunas, sin comer nada. Por tanto, os ruego que toméis alimento para que conservéis la salud, pues ni un cabello de la cabeza de ninguno de vosotros perecerá. Y dicho esto, tomó el pan y dio gracias a Dios en presencia de todos, lo partió y comenzó a comer. Los demás, con buen ánimo ya, comieron también. Los que estábamos en la nave éramos en total doscientas setenta y seis personas. Una vez satisfechos, aligeraron el barco echando el trigo al mar. Cuando se hizo de día, no reconocieron el lugar, pero vieron una ensenada que tenía playa y acordaron varar allí la nave, si ello fuera posible. Soltaron, pues, las anclas y las dejaron en el mar. Aflojaron también las amarras del timón, alzaron al viento la vela delantera y se dirigieron hacia la playa. Pero llegaron a un punto donde se encontraban dos corrientes y la nave encalló. La proa quedó clavada e inmóvil, en tanto que la popa era destrozada por los golpes del mar. Entonces todos los soldados acordaron matar a los presos para que ninguno se fugara nadando. Mas el centurión, queriendo salvar a Pablo, les impidió llevar a cabo su propósito, y mandó que los que supieran nadar saltasen los primeros al agua para llegar a tierra. En cuanto a los demás, unos lo harían sobre tablones flotantes y otros sobre restos de la nave. De esta forma todos se salvaron llegando a tierra.
HECHOS 27:14-44 La Palabra (versión española) (BLP)
Pero muy pronto se desencadenó un viento huracanado procedente de la isla, el llamado Euroaquilón. Incapaz la nave de hacer frente a un viento que la arrastraba sin remedio, nos dejamos ir a la deriva. Pasamos a sotavento de Cauda, una pequeña isla a cuyo abrigo logramos con muchos esfuerzos recuperar el control del bote salvavidas. Una vez izado a bordo, ciñeron el casco del buque con cables de refuerzo y, por temor a encallar en los bancos de arena de la Sirte, soltaron el ancla flotante y continuaron a la deriva. Al día siguiente, como arreciaba el temporal, los marineros comenzaron a aligerar la carga. Y al tercer día tuvieron que arrojar al mar, con sus propias manos, el aparejo de la nave. El sol y las estrellas permanecieron ocultos durante muchos días y, como la tempestad no disminuía, perdimos toda esperanza de salvarnos. Hacía tiempo que nadie a bordo probaba bocado; así que Pablo se puso en medio de todos y dijo: —Compañeros, deberíais haber atendido mi consejo y no haber zarpado de Creta. Así hubiéramos evitado esta desastrosa situación. De todos modos, os recomiendo ahora que no perdáis el ánimo, porque ninguno de vosotros perecerá, aunque el buque sí se hundirá. Pues anoche se me apareció un ángel del Dios a quien pertenezco y sirvo, y me dijo: «No temas, Pablo. Has de comparecer ante el emperador, y Dios te ha concedido también la vida de tus compañeros de navegación». Por tanto, amigos, cobrad ánimo, pues confío en Dios, y sé que ocurrirá tal como se me ha dicho. Sin duda, iremos a parar a alguna isla. A eso de la medianoche del día en que se cumplían las dos semanas de navegar a la deriva por el Adriático, los marineros barruntaron que nos aproximábamos a tierra. Lanzaron entonces la sonda, y hallaron que había veinte brazas de fondo; poco después volvieron a lanzarla, y había quince brazas. Por temor a que pudiéramos encallar en algún arrecife, largaron cuatro anclas por la popa, mientras esperaban con ansia que llegara el amanecer. La tripulación intentó abandonar el barco, y arriaron el bote salvavidas con el pretexto de largar algunas anclas por la proa. Pero Pablo dijo al oficial y a los soldados: —Si estos no permanecen a bordo, no podréis salvaros vosotros. Entonces, los soldados cortaron los cabos del bote y lo dejaron perderse. En tanto amanecía, rogó Pablo a todos que tomaran algún alimento: —Hoy hace catorce días —les dijo— que estáis en espera angustiosa y en ayunas, sin haber probado bocado. Os aconsejo, pues, que comáis algo, que os vendrá bien para vuestra salud; por lo demás, ni un cabello de vuestra cabeza se perderá. Dicho esto, Pablo tomó un pan y, después de dar gracias a Dios delante de todos, lo partió y se puso a comer. Los demás se sintieron entonces más animados, y también tomaron alimento. En el barco estábamos en total doscientas setenta y seis personas. Una vez satisfechos, arrojaron el trigo al mar para aligerar la nave. Llegó el día, y los marineros no pudieron reconocer el lugar. Pero distinguieron una ensenada con su playa, y trataron de ver si era posible que la nave recalase allí. Así pues, soltaron las anclas y las dejaron irse al fondo; aflojaron luego las amarras de los timones, izaron la vela de proa e, impulsados por el viento, se dirigieron a la playa. Pero tocaron en un banco de arena entre dos corrientes y el barco encalló. La proa quedó clavada e inmóvil, en tanto que la popa era destrozada por los golpes del mar. Entonces, los soldados resolvieron matar a los presos para evitar que alguno de ellos escapara a nado. Pero el oficial, queriendo salvar la vida de Pablo, les impidió llevar a cabo su propósito. Ordenó que quienes supieran nadar saltaran los primeros por la borda y ganaran la orilla; en cuanto a los demás, unos lo harían sobre tablones flotantes y otros sobre restos del buque. De esta forma todos logramos llegar a tierra sanos y salvos.
HECHOS 27:14-44 Dios Habla Hoy Versión Española (DHHE)
Pero, poco después, un viento huracanado del nordeste azotó el barco y comenzó a arrastrarlo. Como no podíamos mantener el barco de cara al viento, tuvimos que dejarnos llevar por él. Pasamos por detrás de una pequeña isla llamada Cauda, donde el viento no soplaba con tanta fuerza, y con mucho trabajo logramos izar el bote salvavidas. Una vez a bordo, reforzaron el barco con sogas. Luego, como tenían miedo de encallar en los bancos de arena llamados la Sirte, echaron el ancla flotante y se dejaron llevar del viento. Al día siguiente, la tempestad todavía era violenta, así que comenzaron a arrojar al mar la carga del barco; y al tercer día, con sus propias manos, arrojaron también el aparejo del mismo. Durante muchos días no se dejaron ver ni el sol ni las estrellas, y con la gran tempestad que nos azotaba habíamos perdido ya toda esperanza de salvarnos. Como llevábamos mucho tiempo sin comer, Pablo se levantó en medio de todos y dijo: –Señores, mejor hubiera sido hacerme caso y no salir de Creta. Así habríamos evitado estos daños y perjuicios. Ahora, sin embargo, no os desaniméis, porque ninguno de vosotros morirá, aunque el barco sí va a perderse. Pues anoche se me apareció un ángel, enviado por el Dios al que pertenezco y sirvo, y me dijo: ‘No tengas miedo, Pablo, porque has de presentarte ante el césar, y por tu causa Dios va a librar de la muerte a todos los que van contigo en el barco.’ Por tanto, señores, ánimo, porque tengo confianza en Dios, y estoy seguro de que las cosas sucederán como el ángel me dijo. Sin duda, seremos arrojados a alguna isla. Una noche, cuando al cabo de dos semanas de viaje navegábamos por el mar Adriático llevados de un lado a otro por el viento, a eso de la media noche se dieron cuenta los marineros de que estábamos acercándonos a tierra. Midieron la profundidad del agua y hallaron que era de treinta y seis metros; un poco más adelante la volvieron a medir y hallaron veintisiete metros. Ante el temor de chocar contra las rocas, echaron cuatro anclas por la parte de popa, mientras pedían a Dios que amaneciera. Los marineros, pensando en huir del barco, comenzaron a arriar el bote salvavidas mientras aparentaban echar las anclas de la parte de proa. Pero Pablo avisó al centurión y a los soldados, diciendo: –Si estos no se quedan en el barco, no podréis salvaros. Entonces los soldados cortaron las amarras del bote salvavidas y lo dejaron caer al agua. De madrugada, Pablo recomendó a todos que comiesen algo. Les dijo: –Ya hace dos semanas que por esperar a ver qué pasa no habéis comido como de costumbre. Os ruego que comáis alguna cosa: debéis hacerlo si queréis sobrevivir. Pensad que nadie va a perder ni un cabello de la cabeza. Al decir esto, Pablo tomó en sus manos un pan y dio gracias a Dios delante de todos. Lo partió y comenzó a comer, con lo cual todos se animaron y comieron también. Éramos en el barco doscientas setenta y seis personas en total. Una vez que hubieron comido cuanto quisieron, arrojaron el trigo al mar para aligerar el barco. Cuando amaneció, aunque los marineros no reconocían la tierra, vieron una bahía con su playa, y decidieron tratar de arrimar allí el barco. Cortaron los cables de las anclas, abandonándolas en el mar, y aflojaron las amarras de los timones. Luego desplegaron al viento la vela delantera y el barco comenzó a acercarse a la playa. Pero fuimos a dar en un banco de arena, y el barco encalló. La proa quedó encallada en la arena, sin poder moverse, mientras la popa comenzaba a hacerse pedazos por la violencia de las olas. Los soldados decidieron entonces matar a los presos, para que no escapasen a nado. Pero el centurión, queriendo salvar a Pablo, no permitió que lo hicieran, sino que ordenó que quienes supieran nadar se lanzasen los primeros al agua para llegar a tierra, y que los demás los siguieran, unos sobre tablas y otros sobre restos del barco. Así llegamos todos salvos a tierra.
HECHOS 27:14-44 Nueva Versión Internacional - Castellano (NVI)
Poco después se nos vino encima un viento huracanado, llamado Nordeste, que venía desde la isla. El barco quedó atrapado por la tempestad y no podía hacerle frente al viento, así que nos dejamos llevar a la deriva. Mientras pasábamos al abrigo de un islote llamado Cauda, a duras penas pudimos sujetar el bote salvavidas. Después de subirlo a bordo, amarraron con sogas todo el casco del barco para reforzarlo. Temiendo que fueran a encallar en los bancos de arena de la Sirte, echaron el ancla flotante y dejaron el barco a la deriva. Al día siguiente, dado que la tempestad seguía arremetiendo con mucha fuerza contra nosotros, comenzaron a arrojar la carga por la borda. Al tercer día, con sus propias manos arrojaron al mar los aparejos del barco. Como pasaron muchos días sin que aparecieran ni el sol ni las estrellas, y la tempestad seguía arreciando, perdimos al fin toda esperanza de salvarnos. Llevábamos ya mucho tiempo sin comer, así que Pablo se puso en medio de todos y dijo: «Señores, debíais haber seguido mi consejo y no haber zarpado de Creta; así os habríais ahorrado este perjuicio y esta pérdida. Pero ahora os exhorto a cobrar ánimo, porque ninguno de vosotros perderá la vida; solo se perderá el barco. Anoche se me apareció un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien sirvo, y me dijo: “No tengas miedo, Pablo. Tienes que comparecer ante el emperador; y Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo”. Así que ¡ánimo, señores! Confío en Dios que sucederá tal y como se me dijo. Sin embargo, tenemos que encallar en alguna isla». Ya habíamos pasado catorce noches a la deriva por el mar Adriático cuando a eso de la medianoche los marineros presintieron que se aproximaban a tierra. Echaron la sonda y encontraron que el agua tenía unos treinta y siete metros de profundidad. Más adelante volvieron a echar la sonda y encontraron que tenía cerca de veintisiete metros de profundidad. Temiendo que fuéramos a estrellarnos contra las rocas, echaron cuatro anclas por la popa y se pusieron a rogar que amaneciera. En un intento por escapar del barco, los marineros comenzaron a bajar el bote salvavidas al mar, con el pretexto de que iban a echar algunas anclas desde la proa. Pero Pablo les advirtió al centurión y a los soldados: «Si esos no se quedan en el barco, no podréis salvaros vosotros». Así que los soldados cortaron las amarras del bote salvavidas y lo dejaron caer al agua. Estaba a punto de amanecer cuando Pablo animó a todos a tomar alimento: «Hoy hace ya catorce días que estáis con la vida en un hilo, y seguís sin probar bocado. Os ruego que comáis algo, pues lo necesitáis para sobrevivir. Ninguno de vosotros perderá ni un solo cabello de la cabeza». Dicho esto, tomó pan y dio gracias a Dios delante de todos. Luego lo partió y comenzó a comer. Todos se animaron y también comieron. Éramos en total doscientas setenta y seis personas en el barco. Una vez satisfechos, aligeraron el barco echando el trigo al mar. Cuando amaneció, no reconocieron la tierra, pero vieron una bahía que tenía playa, donde decidieron encallar el barco si fuera posible. Cortaron las anclas y las dejaron caer en el mar, desatando a la vez las amarras de los timones. Luego izaron a favor del viento la vela de proa y se dirigieron a la playa. Pero el barco fue a dar en un banco de arena y encalló. La proa se encajó en el fondo y quedó varada, mientras la popa se hacía pedazos al embate de las olas. Los soldados pensaron matar a los presos para que ninguno escapara a nado. Pero el centurión quería salvarle la vida a Pablo, y les impidió llevar a cabo el plan. Dio orden de que los que pudieran nadar saltaran primero por la borda para llegar a tierra, y de que los demás salieran valiéndose de tablas o de restos del barco. De esta manera todos llegamos sanos y salvos a tierra.