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HECHOS 2:29-47

HECHOS 2:29-47 DHHE

“Hermanos, permitidme deciros con franqueza que nuestro antepasado David murió y fue enterrado, y que su sepulcro está todavía entre nosotros. Pero David, que era profeta, sabía que Dios le había prometido con juramento que pondría por rey a uno de sus descendientes. David previó la resurrección del Mesías, y la anunció por anticipado diciendo que no quedaría en el sepulcro ni su cuerpo se descompondría. Pues bien, Dios ha resucitado a ese mismo Jesús, y de ello somos todos nosotros testigos. Enaltecido y puesto por Dios a su mano derecha, recibió del Padre el Espíritu Santo prometido, el cual, a su vez, él repartió. Eso es lo que estáis viendo y oyendo. Porque no fue David quien subió al cielo, sino que él mismo dice: ‘El Señor dijo a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies.’ “Sepa, pues, todo el pueblo de Israel, con toda seguridad, que a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Mesías.” Cuando los allí reunidos oyeron esto, se afligieron profundamente y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: –Hermanos, ¿qué debemos hacer? Pedro les contestó: –Volveos a Dios y bautizaos cada uno en el nombre de Jesucristo, para que Dios os perdone vuestros pecados y recibáis el don del Espíritu Santo. Esta promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y también para todos los que están lejos; es decir, para todos aquellos a quienes el Señor nuestro Dios quiera llamar. Con estas y otras palabras, Pedro les hablaba y aconsejaba, diciéndoles: –¡Apartaos de esta gente perversa! Así pues, los que hicieron caso de su mensaje fueron bautizados, y aquel día se agregaron a los creyentes unas tres mil personas. Todos se mantenían firmes en las enseñanzas de los apóstoles, compartían lo que tenían y oraban y se reunían para partir el pan. Todos estaban asombrados a causa de los muchos milagros y señales hechos por medio de los apóstoles. Los que habían creído estaban muy unidos y compartían sus bienes entre sí; vendían sus propiedades, todo lo que tenían, y repartían el dinero según las necesidades de cada uno. Todos los días se reunían en el templo, y partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y eran estimados por todos, y cada día añadía el Señor a la iglesia a los que iba llamando a la salvación.

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