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LUCAS 9:1-62

LUCAS 9:1-62 RV2020

Habiendo reunido Jesús a los doce, les dio poder y autoridad sobre todos los demonios y también para curar enfermedades. Y los envió a predicar el reino de Dios y a curar a los enfermos. Les dijo: —No llevéis nada para el camino: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero. Tampoco llevéis dos túnicas. Quedaos en cualquier casa donde entréis hasta que salgáis del lugar. Salid de aquella ciudad cuyos habitantes no os reciban bien y sacudid el polvo de vuestros pies como demostración de su desprecio. Los discípulos salieron y pasaban por todas las aldeas anunciando en todas partes el evangelio y curando a los enfermos. Herodes, el tetrarca, se enteró de todas las cosas que hacía Jesús y estaba perplejo, porque algunos decían: «Juan ha resucitado de entre los muertos»; otros: «Elías ha aparecido»; y otros: «Algún profeta de los antiguos ha resucitado». Y dijo Herodes: —A Juan yo lo hice decapitar. ¿Quién, pues, es este de quien cuentan tales cosas? Y procuraba la ocasión de conocerlo. Cuando volvieron los apóstoles, le contaron a Jesús todo lo que habían hecho. Jesús se los llevó a solas a un lugar desierto hacia una ciudad llamada Betsaida. Pero la gente se enteró y le siguió. Jesús los recibió, les hablaba del reino de Dios y curaba a quienes lo necesitaban. El día había comenzado a declinar y acercándose los doce le dijeron: —Despide a la gente para que yendo a las aldeas y campos vecinos busquen alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar desierto. Él les dijo: —Dadles vosotros de comer. Respondieron ellos: —No tenemos más que cinco panes y dos peces, a no ser que vayamos a comprar alimentos para toda esta multitud. Los congregados eran como cinco mil. Entonces dijo a sus discípulos: —Haced que se recuesten formando grupos de cincuenta. Así lo hicieron: todos se recostaron. Y Jesús, tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, los bendijo, los partió y dio a sus discípulos para que estos los distribuyeran entre la gente. Comieron y se saciaron todos, y recogiendo los pedazos sobrantes llenaron doce cestas. En una ocasión Jesús estaba orando a solas, los discípulos estaban con él y les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos respondieron: —Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, algún profeta de los antiguos que ha resucitado. Y Jesús les preguntó de nuevo: —¿Y vosotros quién decís que soy? Respondió Pedro: —El Cristo de Dios. Pero él les ordenó con severidad que a nadie dijeran esto. Y añadió: —Es necesario que el Hijo del Hombre padezca mucho y sea rechazado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, que muera y resucite al tercer día. Y dijo también, dirigiéndose a todos: —Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá y el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si de ese modo se destruye o se pierde a sí mismo? Porque, si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en su gloria, y en la gloria del Padre y de los santos ángeles. Os aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin haber visto antes el reino de Dios. Unos ocho días después de pronunciadas estas palabras, Jesús tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo y subió al monte a orar. Mientras oraba, cambió el aspecto de su cara y su vestido se volvió de una blancura resplandeciente. Con él conversaban dos hombres. Eran Moisés y Elías, que aparecieron rodeados de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y quienes le acompañaban, aunque rendidos de sueño, se despertaron y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Cuando estos se fueron, Pedro dijo a Jesús: —¡Maestro, qué bien estamos aquí! Hagamos tres cabañas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pedro no sabía lo que decía. Y estando hablando, apareció una nube que los envolvió, de modo que se asustaron. Desde la nube vino una voz que decía: —Este es mi Hijo amado. Escuchadle a él. Tan pronto se escuchó la voz, Jesús se quedó solo. Los discípulos guardaron silencio, y por unos días no contaron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron del monte, mucha gente salió al encuentro de Jesús. De entre la multitud un hombre clamó diciendo: —Maestro, te ruego que veas a mi hijo. Es el único que tengo. Un espíritu se apodera de él: de repente da voces, sufre convulsiones y echa espuma por la boca, y una vez que lo ha destrozado, a duras penas lo deja tranquilo. Rogué a tus discípulos que lo expulsasen, pero no pudieron. Respondió Jesús: —¡Oh, generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros y os he de soportar? Trae acá a tu hijo. Cuando el muchacho iba acercándose, el demonio le derribó y le producía convulsiones, pero Jesús reprendió al espíritu inmundo, sanó al muchacho y se lo devolvió a su padre. Todos se admiraban ante la grandeza de Dios. Mientras todos seguían admirados por lo que Jesús había hecho, dijo a sus discípulos: —Escuchadme bien y no olvidéis esto: el Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres. Pero ellos no entendían lo que les dijo porque tenían nublado su entendimiento y, además, tampoco se atrevían a pedirle que se lo aclarase. Entonces comenzaron a discutir sobre quién de ellos sería el mayor. Jesús, que se dio cuenta de lo que estaban pensando, tomó a un niño, lo puso a su lado y les dijo: —Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí recibe al que me envió, porque el más insignificante entre todos vosotros, ese es el más importante. Entonces respondió Juan: —Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo prohibimos, porque no es de los nuestros. Jesús le dijo: —No se lo prohibáis, porque el que no está contra nosotros, está con nosotros. Sucedió que Jesús, como se iba acercando el tiempo de su ascensión al cielo, tomó la firme decisión de dirigirse a Jerusalén. Envió por delante a unos mensajeros y entraron en una aldea de samaritanos para prepararle alojamiento. Pero como Jesús se dirigía a Jerusalén, los samaritanos se negaron a recibirlo. Al ver esto, Jacobo y Juan, sus discípulos, le dijeron: —Señor, ¿ordenamos que baje fuego del cielo, como hizo Elías, y los destruya? Jesús se volvió y los reprendió diciendo: —Vosotros no sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea. Mientras iban de camino, uno le dijo: —Señor, yo te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le respondió: —Las zorras tienen guaridas y las aves de los cielos nidos, mas el Hijo del Hombre no tiene donde recostar la cabeza. Y dijo a otro: —Sígueme. Él le respondió: —Señor, déjame que vaya primero y entierre a mi padre. Jesús le contestó: —Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú dedícate a anunciar el reino de Dios. Otra persona también le dijo: —Te seguiré, Señor, pero déjame que me despida primero de los míos. Jesús le contestó: —Ninguno que poniendo su mano en el arado mire atrás es apto para el reino de Dios.

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