HECHOS 27:1-38
HECHOS 27:1-38 RV2020
Cuando se decidió que debíamos embarcar para Italia, entregaron a Pablo y a algunos otros presos a un centurión llamado Julio, de la compañía Augusta. Subimos a bordo de una nave de Adramitio que partía rumbo a las costas de la provincia de Asia. Con nosotros estaba Aristarco, macedonio de Tesalónica. Al día siguiente llegamos a Sidón. Julio trataba con dignidad a Pablo, por eso le permitió visitar a sus amigos y recibir sus atenciones. Zarpamos de allí y, como los vientos nos eran contrarios, navegamos a sotavento de Chipre. Tras atravesar el mar frente a Cilicia y Panfilia, llegamos a Mira, ciudad de Licia. Allí el centurión halló una nave alejandrina que zarpaba para Italia y nos embarcó en ella. Tras muchos días de lenta navegación, llegamos a duras penas frente a Gnido, pero como el viento nos complicaba la travesía, navegamos a sotavento de Creta, frente a Salmón. Después de costearla con dificultad, llegamos a un lugar que llaman Buenos Puertos, cercano a la ciudad de Lasea. Como habíamos perdido mucho tiempo y era peligrosa la navegación, porque ya había pasado la estación propicia para navegar, Pablo hizo una advertencia diciendo: —Creo que proseguir el viaje va a ser arriesgado y pueden peligrar, no solo el cargamento y la nave, sino también nuestras propias vidas. Pero el centurión daba más crédito al patrón y al capitán de la nave que a lo que Pablo decía. Y como el puerto no reunía las condiciones para invernar, la mayoría acordó partir de allí e intentar llegar a Fenice, puerto de Creta que mira al noroeste y sureste, para pasar allí el invierno. Y como comenzó a soplar una ligera brisa del sur, les pareció que podían continuar el viaje. Así que levaron anclas y fueron costeando Creta. Pero poco tiempo después se levantó un viento huracanado, llamado Euroclidón, que azotó la nave, la cual no pudo hacer frente al temporal por lo que se vio arrastrada a la deriva. Después de pasar a sotavento de una pequeña isla llamada Clauda, con dificultad pudimos recoger el esquife. Una vez izado a bordo, sujetaron el casco del buque con sogas de refuerzo y, por temor a encallar en los bancos de arena echaron el ancla flotante y la nave siguió a la deriva. Al día siguiente, como arreciaba el temporal, empezaron a deshacerse de la carga y al tercer día con nuestras propias manos arrojamos los aparejos de la nave. Durante muchos días no pudieron verse el sol ni las estrellas, y la fuerte tempestad nos seguía azotando, así que ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos. Entonces Pablo, como hacía ya mucho que no comíamos, se puso en pie en medio de ellos y dijo: —Ciertamente habría sido conveniente haberme hecho caso y no zarpar de Creta. Se hubieran evitado este daño y esta pérdida. A pesar de ello os aconsejo que tengáis buen ánimo, pues ninguno de vosotros perderá la vida, solo se perderá la nave. Y lo sé porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios, de quien soy y a quien sirvo, y me ha dicho: «Pablo, no temas. Es necesario que comparezcas ante César. Además, Dios te ha concedido que todos los que navegan contigo salgan ilesos». Por tanto amigos ¡ánimo!, pues confío en Dios, y sé que ocurrirá tal como me ha dicho. Sin duda, llegaremos a alguna isla. A la medianoche de la decimocuarta jornada, cuando navegábamos sin dirección por el Adriático, los marineros sospecharon que estaban cerca de tierra, así que echaron la sonda y esta marcaba una profundidad de treinta y seis metros; un poco más adelante volvieron a echarla, y ya marcaba veintisiete. Por miedo a tropezar con escollos, echaron cuatro anclas por la popa y ansiaban que se hiciera de día. Los marineros trataron de huir de la nave y, aparentando que querían soltar las anclas de proa, echaron al mar el esquife. Pero Pablo dijo al centurión y a los soldados: —Si estos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros. Entonces los soldados cortaron las amarras del esquife y dejaron que se perdiera. Comenzaba a amanecer cuando Pablo animó a comer a todos. Les dijo: —Este es el decimocuarto día que esperáis y permanecéis en ayunas, sin comer nada. Por tanto, os ruego que toméis alimento para que conservéis la salud, pues ni un cabello de la cabeza de ninguno de vosotros perecerá. Y dicho esto, tomó el pan y dio gracias a Dios en presencia de todos, lo partió y comenzó a comer. Los demás, con buen ánimo ya, comieron también. Los que estábamos en la nave éramos en total doscientas setenta y seis personas. Una vez satisfechos, aligeraron el barco echando el trigo al mar.