MATEO 27:1-56
MATEO 27:1-56 BLP
Al amanecer el nuevo día, los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo tomaron el acuerdo de matar a Jesús. Lo llevaron atado y se lo entregaron a Pilato, el gobernador. Entre tanto, Judas, el que lo había entregado, al ver que habían condenado a Jesús, se llenó de remordimientos y fue a devolver las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos diciendo: —¡He pecado entregando a un inocente! Ellos le contestaron: —Eso es asunto tuyo y no nuestro. Judas arrojó entonces el dinero en el Templo. Luego fue y se ahorcó. Los jefes de los sacerdotes recogieron aquellas monedas y dijeron: —Este dinero está manchado de sangre. No podemos ponerlo en el cofre de las ofrendas. Así que acordaron emplearlo para comprar un terreno conocido como el Campo del Alfarero y destinarlo a cementerio de extranjeros. Por esta razón, aquel campo recibió el nombre de Campo de Sangre, que es el que ha conservado hasta el día de hoy. Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: Tomaron las treinta monedas de plata, que fue el precio de aquel a quien tasaron los israelitas, y compraron con ellas el campo del alfarero, de acuerdo con lo que el Señor me había ordenado. Jesús compareció ante el gobernador, el cual le preguntó: —¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le contestó: —Tú lo dices. Y ya no habló más, a pesar de que los sacerdotes y los ancianos no dejaban de acusarlo. Pilato le preguntó: —¿No oyes lo que estos están testificando contra ti? Pero Jesús no le contestó ni una palabra, de manera que el gobernador se quedó muy extrañado. En la fiesta de la Pascua, el gobernador romano solía conceder la libertad a un preso, el que la gente escogía. Tenía en aquel momento un preso famoso, llamado [Jesús] Barrabás. Viendo reunido al pueblo, Pilato preguntó: —¿A quién queréis que ponga en libertad: a [Jesús] Barrabás o a ese Jesús a quien llaman Mesías? Y es que sabía que a Jesús lo habían entregado por envidia. Mientras el gobernador estaba sentado en el tribunal, su esposa le envió este recado: «Ese hombre es inocente. No te hagas responsable de lo que le suceda. Esta noche he tenido pesadillas horribles por causa suya». Pero los jefes de los sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador volvió a preguntar: —¿A cuál de estos dos queréis que conceda la libertad? Ellos contestaron: —¡A Barrabás! Pilato les dijo: —¿Y qué queréis que haga con Jesús, a quien llaman Mesías? Todos contestaron: —¡Crucifícalo! Insistió Pilato: —¿Cuál es su delito? Pero ellos gritaban cada vez con más fuerza: —¡Crucifícalo! Pilato, al ver que nada adelantaba sino que el alboroto crecía por momentos, mandó que le trajeran agua y se lavó las manos en presencia de todos, proclamando: —¡Yo no me hago responsable de la muerte de este hombre! ¡Allá vosotros! Y todo el pueblo a una respondió: —¡De su muerte nos hacemos responsables nosotros y nuestros hijos! Entonces Pilato ordenó que pusieran en libertad a Barrabás, y les entregó a Jesús para que lo azotaran y lo crucificaran. Acto seguido, los soldados del gobernador introdujeron a Jesús en el palacio y, después de reunir toda la tropa a su alrededor, le quitaron sus ropas y le echaron un manto de color rojo sobre los hombros; le pusieron en la cabeza una corona de espinas y una caña en su mano derecha. Después, hincándose de rodillas delante de él, le hacían burla, gritando: —¡Viva el rey de los judíos! Y le escupían y lo golpeaban con la caña en la cabeza. Después de haberse burlado de él, le quitaron la túnica, lo vistieron con sus propias ropas y se lo llevaron para crucificarlo. Cuando salían, encontraron a un tal Simón, natural de Cirene, y lo obligaron a cargar con la cruz de Jesús. Llegados al lugar llamado Gólgota (o sea, lugar de la Calavera), ofrecieron a Jesús vino mezclado con hiel; pero él, después de probarlo, no quiso beberlo. Los que lo habían crucificado se repartieron sus ropas echándolas a suertes, y se quedaron allí sentados para vigilarlo. Por encima de la cabeza de Jesús fijaron un letrero con la causa de su condena; decía: «Este es Jesús, el rey de los judíos». Al mismo tiempo que a Jesús, crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Los que pasaban lo insultaban y, meneando la cabeza, decían: —¡Tú, que derribas el Templo y en tres días vuelves a edificarlo, sálvate a ti mismo! ¡Baja de la cruz si eres el Hijo de Dios! De igual manera, los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos se burlaban de él diciendo: —Ha salvado a otros, pero no puede salvarse a sí mismo. Que baje ahora mismo de la cruz ese rey de Israel y creeremos en él. Puesto que ha confiado en Dios, que Dios lo salve ahora, si es que de verdad lo ama. ¿Acaso no afirmaba que es el Hijo de Dios? Hasta los ladrones que estaban crucificados junto a él lo llenaban de insultos. Desde el mediodía, toda la tierra quedó sumida en oscuridad hasta las tres de la tarde. Hacia esa hora, Jesús gritó con fuerza: —¡Elí, Elí! ¿lemá sabaqtaní?, es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Lo oyeron algunos de los que estaban allí y comentaron: —Está llamando a Elías. Al punto, uno de ellos fue corriendo a buscar una esponja, la empapó en vinagre y sirviéndose de una caña se la acercó a Jesús para que bebiera. Pero los otros le decían: —Deja, veamos si viene Elías a salvarlo. Jesús, entonces, lanzando otra vez un fuerte gritó, expiró. De pronto, la cortina del Templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló y las rocas se resquebrajaron; las tumbas se abrieron y resucitaron muchos creyentes ya difuntos. Estos salieron de sus tumbas y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa donde se aparecieron a mucha gente. El oficial del ejército romano y los que estaban con él vigilando a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que estaba sucediendo, exclamaron sobrecogidos de espanto: —¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios! Había también allí muchas mujeres contemplándolo todo de lejos. Eran las que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo.