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Juan 1:6-51

Juan 1:6-51 NVI

Vino un hombre llamado Juan. Dios lo envió como testigo para dar testimonio de la luz, a fin de que por medio de él todos creyeran. Juan no era la luz, sino que vino para dar testimonio de la luz. Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo. El que era la luz ya estaba en el mundo, y el mundo fue creado por medio de él, pero el mundo no lo reconoció. Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron. Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Estos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios. Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan dio testimonio de él, y a voz en grito proclamó: «Este es aquel de quien yo decía: “El que viene después de mí es superior a mí, porque existía antes que yo”». De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia, pues la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, quien es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer. Este es el testimonio de Juan cuando los judíos de Jerusalén enviaron sacerdotes y levitas a preguntarle quién era. No se negó a declararlo, sino que confesó con franqueza: ―Yo no soy el Cristo. ―¿Quién eres entonces? —le preguntaron—. ¿Acaso eres Elías? ―No lo soy. ―¿Eres el profeta? ―No lo soy. ―¿Entonces quién eres? ¡Tenemos que llevar una respuesta a los que nos enviaron! ¿Qué dices de ti mismo? ―Yo soy la voz del que grita en el desierto: “Enderezad el camino del Señor” —respondió Juan, con las palabras del profeta Isaías. Algunos que habían sido enviados por los fariseos lo interrogaron: ―Pues, si no eres el Cristo ni Elías ni el profeta, ¿por qué bautizas? ―Yo bautizo con agua, pero entre vosotros hay alguien a quien no conocéis, y que viene detrás de mí, al cual yo no soy digno ni siquiera de desatarle la correa de las sandalias. Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del río Jordán, donde Juan estaba bautizando. Al día siguiente Juan vio a Jesús que se acercaba a él, y dijo: «¡Aquí tenéis al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo! De este hablaba yo cuando dije: “Detrás de mí viene un hombre que es superior a mí, porque existía antes que yo”. Yo ni siquiera lo conocía, pero, para que él se revelara al pueblo de Israel, vine bautizando con agua». Juan declaró: «Vi al Espíritu descender del cielo como una paloma y permanecer sobre él. Yo mismo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que el Espíritu desciende y permanece es el que bautiza con el Espíritu Santo”. Yo lo he visto y por eso testifico que este es el Hijo de Dios». Al día siguiente Juan estaba de nuevo allí, con dos de sus discípulos. Al ver a Jesús que pasaba por ahí, dijo: ―¡Aquí tenéis al Cordero de Dios! Cuando los dos discípulos le oyeron decir esto, siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: ―¿Qué buscáis? ―Rabí, ¿dónde te hospedas? (Rabí significa: Maestro). ―Venid a ver —les contestó Jesús. Ellos fueron, pues, y vieron dónde se hospedaba, y aquel mismo día se quedaron con él. Eran como las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que, al oír a Juan, habían seguido a Jesús. Andrés encontró primero a su hermano Simón, y le dijo: ―Hemos encontrado al Mesías (es decir, el Cristo). Luego lo llevó a Jesús, quien, mirándolo fijamente, le dijo: ―Tú eres Simón, hijo de Juan. Serás llamado Cefas (es decir, Pedro). Al día siguiente, Jesús decidió salir hacia Galilea. Se encontró con Felipe, y lo llamó: ―Sígueme. Felipe era del pueblo de Betsaida, lo mismo que Andrés y Pedro. Felipe buscó a Natanael y le dijo: ―Hemos encontrado a Jesús de Nazaret, el hijo de José, aquel de quien escribió Moisés en la ley, y de quien escribieron los profetas. ―¡De Nazaret! —replicó Natanael—. ¿Acaso de allí puede salir algo bueno? ―Ven a ver —le contestó Felipe. Cuando Jesús vio que Natanael se le acercaba, comentó: ―Aquí tenéis un verdadero israelita, en quien no hay falsedad. ―¿De qué me conoces? —le preguntó Natanael. ―Antes de que Felipe te llamara, cuando aún estabas bajo la higuera, ya te había visto. ―Rabí, ¡tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú eres el Rey de Israel! —declaró Natanael. ―¿Lo crees porque te dije que te vi cuando estabas debajo de la higuera? ¡Vas a ver aun cosas más grandes que estas! Y añadió: ―Ciertamente os aseguro que veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre.