Hebreos 6:4-20
Hebreos 6:4-20 NVI
Es imposible que renueven su arrepentimiento aquellos que han sido una vez iluminados, que han saboreado el don celestial, que han tenido parte en el Espíritu Santo y que han experimentado la buena palabra de Dios y los poderes del mundo venidero, y después de todo esto se han apartado. Es imposible, porque así vuelven a crucificar, para su propio mal, al Hijo de Dios, y lo exponen a la vergüenza pública. Cuando la tierra bebe la lluvia que con frecuencia cae sobre ella, y produce una buena cosecha para los que la cultivan, recibe bendición de Dios. En cambio, cuando produce espinos y cardos, no vale nada; está a punto de ser maldecida y acabará por ser quemada. En cuanto a vosotros, queridos hermanos, aunque nos expresamos así, estamos seguros de que os espera lo mejor, es decir, lo que atañe a la salvación. Porque Dios no es injusto como para olvidarse de las obras y del amor que, para su gloria, vosotros habéis mostrado sirviendo a los santos, como lo seguís haciendo. Deseamos, sin embargo, que cada uno de vosotros siga mostrando ese mismo empeño hasta la realización final y completa de su esperanza. No seáis perezosos; más bien, imitad a quienes por su fe y paciencia heredan las promesas. Cuando Dios hizo su promesa a Abraham, como no tenía a nadie superior por quien jurar, juró por sí mismo y dijo: «Te bendeciré en gran manera y multiplicaré tu descendencia». Y así, después de esperar con paciencia, Abraham recibió lo que Dios le había prometido. Los seres humanos juran por alguien superior a ellos mismos, y el juramento, al confirmar lo que se ha dicho, pone punto final a toda discusión. Por eso Dios, queriendo demostrar claramente a los herederos de la promesa que su propósito es inmutable, la confirmó con un juramento. Lo hizo así para que, mediante la promesa y el juramento, que son dos realidades inmutables en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un estímulo poderoso los que, buscando refugio, nos aferramos a la esperanza que está delante de nosotros. Tenemos como firme y segura ancla del alma una esperanza que penetra hasta detrás de la cortina del santuario, hasta donde Jesús, el precursor, entró por nosotros, llegando a ser sumo sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec.