La voz le dijo al sexto ángel que había tocado la trompeta: «Suelta a los cuatro ángeles que están atados junto al gran río Éufrates». Entonces el sexto ángel soltó a los cuatro ángeles, para que mataran a la tercera parte de los seres humanos, pues Dios los había preparado exactamente para esa hora, día, mes y año. Y oí el número de los que peleaban montados a caballo, y eran doscientos millones de soldados. Los soldados que vi montados a caballo llevaban, en su pecho, una armadura de metal roja como el fuego, azul como el zafiro y amarilla como el azufre. Los caballos tenían cabeza como de león, y de su hocico salía fuego, humo y azufre. La tercera parte de los seres humanos murió por causa del fuego, del humo y del azufre. Las colas de los caballos parecían serpientes, y con sus cabezas herían a la gente. Es decir, los caballos tenían poder en el hocico y en la cola. El resto de la gente, es decir, los que no murieron a causa del fuego, el humo y el azufre, no dejaron de hacer lo malo, ni dejaron de adorar a los demonios y a las imágenes de dioses falsos. Al contrario, siguieron adorando imágenes de piedra, de madera, y de oro, plata y bronce. Esos dioses falsos no pueden ver ni oír, ni caminar. Esa gente no dejó de matar ni de hacer brujerías; tampoco dejó de robar ni de tener relaciones sexuales prohibidas.
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